¿Qué pasará?
Emmanuel Kant decía que el cerebro humano se plantea de forma continua una pregunta: ¿qué pasará? Vivimos, por naturaleza, mirando hacia el futuro, sea inmediato o remoto. Según algunos, eso nos impide disfrutar del presente. Puede ser. Ahora no viene al caso. Volviendo a Kant, el filósofo, como puntal insigne de la modernidad, afirmaba que el futuro depararía un progreso lineal y continuo gracias a la ciencia y la cultura.
Ya hemos comprobado que, por una vez, Kant no tenía toda la razón y que el futuro suele ser un asunto bastante complejo y retorcido. Nuestra condición biológica no ha cambiado: seguimos mirando hacia delante. El problema consiste en que, por primera vez en siglos, el raciocinio no nos permite imaginar que en unos años o en unas décadas el mundo vaya a cambiar sustancialmente. Será lo mismo, pero peor.
¿Por qué? Porque vivimos en una era que no permite imaginar alternativas. El capitalismo, bajo cualquiera de sus atuendos (neo, anarco, tecno, de Estado, etcétera) aparece como la única opción posible. Y el capitalismo, liberado de bridas fiscales y redistributivas gracias a la globalización (siempre hay un lugar donde los más ricos pueden escapar de los impuestos), tiende inevitablemente a concentrar más y más riqueza en menos y menos manos. Hace potente a una minoría e impotente a la gran mayoría.
Si nos preguntamos qué pasará surgen algunas respuestas obvias: el clima planetario seguirá haciéndose más hostil e imprevisible, la inteligencia artificial tomará el control sobre nuestras vidas (aunque eso no resultará muy traumático, porque llevamos tiempo entrenándonos en las redes sociales) y la absoluta confusión entre verdad y mentira (para la que también vamos preparados) vaciará de contenido las democracias representativas.
Esto anterior suena bastante pesimista. En realidad, no es más que una proyección del presente. Nuestra era se caracteriza por la irracionalidad, con la consiguiente sacralización de los sentimientos y la ignorancia; por el individualismo, que impide hacerse una idea razonable del bien común; y por la sumisión. No vemos el mundo como es, sino como nos lo pinta el algoritmo.
Los románticos del siglo XIX podían permitirse sus tonterías sentimentales porque vivían con la convicción íntima de que el futuro estaba encarrilado gracias a la ciencia. Nosotros nos las permitimos porque somos conscientes de que sólo un milagro (o unos cuantos) de la ciencia puede impedir que descarrilemos. No puedo concebir en qué consistiría el milagro. Tal vez la inteligencia artificial llegue a hacerse tan inteligente, y tan autónoma de la estupidez humana, que se vuelva bondadosa.
Desde un punto de vista humanista, la única revolución en marcha a estas alturas del siglo XXI es la feminista. La equiparación de mujeres y hombres, lenta, irregular, llena de baches y de giros discutibles, es la única causa por la que podemos sentir un cierto orgullo. Y aún así, todo hace pensar que nos igualaremos por abajo. Es decir, hombres y mujeres seremos igualmente siervos de un sistema cibercapitalista en el que se nos obligará, aún más que ahora, a ser a la vez productores, producto y vendedores de nuestra capacidad productiva y nuestro valor como producto.
En un contexto irracional, no me extraña el auge de los autoritarismos. Tampoco me extraña que una religión como la musulmana, difícilmente compatible con los viejos valores de la Ilustración, vaya a convertirse en cuestión de 20 años en la más practicada del mundo. No me extraña que la fe se imponga a la razón.
Lo que me extraña es tanta sumisión y tan poca rabia.