Petardazo del Nadal
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He concluido 'Bajo tierra seca', reciente premio Nadal, bastante decepcionado, con la sensación, además, de haber perdido el tiempo, aparte de no haber disfrutado con su lectura, que se me ha puesto muy cuesta arriba. Se me ha hecho soporífero, larguísimo, el novelón de quinientas páginas, extensión desmesurada, se mire por donde se mire, excesiva. En realidad, lo he terminado obligado por mi deber de reseñista. Las buenas intenciones de su autor, el vallisoletano César Pérez Gellida , no se traducen, a mi juicio, en una novela ni remotamente a la altura de un galardón tan prestigioso. Aun suponiendo que el fallo proceda de designios editoriales directamente vinculados al lucro de las previsibles ventas, el jurado no queda eximido de responsabilidad, aunque solo sea por la memoria de aquel primero, que no cedió a las presiones de González Ruano para galardonar a una joven desconocida, Carmen Laforet . El libro me ha resultado, desde el principio, de una artificiosidad flagrante, con una trama increíble, a más de forzada y, lo que es peor, sostenida por una escritura rasa, deficiente. Me ha hastiado al no encontrar ni un hallazgo estilístico, ni uno solo, y hacérseme cansino, enojoso, el cebo grosero de la intriga a ultranza, una y mil veces repetido en películas y series televisivas de baja estofa. En realidad, más que novela, diríase que es un guion adaptado y desarrollado del tenor de estas producciones. El narrador en tercera persona omnisciente, de hecho, da la impresión en muchos pasajes de que, más que contar, está rodando la acción como avispado camarógrafo. Bien es verdad que no me atrae nada, sino que me repele, lo morboso, así sea macabro, sórdido, truculento, forense, viril gallito o sicalíptico, adobado por si fuera poco con una violencia desorbitada. El argumento parece planificado única y exclusivamente, de forma premeditada, para enganchar al lector, de manera tan retorcida que podría calificarse como delirante. No le veo otro fundamento. Que en mi caso no ha funcionado, desde las primeras páginas me irritó el trampantojo sin nada detrás, carente de cualquier atisbo de la verosimilitud que en buena ley narrativa debería llevar aparejada. El embrollo gratuitamente sanguinario me produjo el efecto contrario, en vez de embaucarme me aturdió, me atosigó hasta exasperarme, por descaradamente rebuscado y de todo punto inane. Me pasa lo mismo con algunas películas de Álex de la Iglesia . El recurso constante a la sorpresa, si lo hubiera usado conscientemente el escritor como juego o en plan paródico, no como finalidad de distracción huera, con un correlato de fondo, elíptico, con sentido, podría tener cierto valor lúdico, estoy pensando en ' El hombre que era Jueves' del genial Chesterton . Pero no, la acción es trepidante sin más, balizada por cadáveres, vamos de fiambre en fiambre como pollos sin cabeza. Noticia Relacionada estandar No César Pérez Gellida, premio Nadal 2024 Sergi Doria El autor vallisoletano ha sido distinguido por su novela 'Bajo tierra seca', ambientada en la Extremadura rural y caciquil de 1917 Con ser la trama -por otra parte, bien articulada y dispuesta en el plano temporal, con buen manejo de los 'flashbacks' y del avance alternativo en paralelo para dosificar el suspense- de todo punto descabellada y, a mayores, de un continuo truquismo, tan efectista y facilón que hace que se pierda cualquier interés en la resolución de los conflictos, lo que, como decía al principio, devalúa por completo la novela es su escritura. En su conjunto, la prosa, con apariencia resultona, es mazorral, floja, pedestre, desnutrida, deficitaria, plagada de giros y locuciones manidos de los media y de clichés, salpicada de cultismos impropios y a veces mal usados, entorpecida por deícticos y frecuentes relativos, gerundios inadecuados, diálogos sin decoro lingüístico, adjetivación imprecisa. Podría seguir, bastaría con analizar con un mínimo de rigor cualquier párrafo del libro, si tuviese espacio para hacerlo, y aportar los innumerables fragmentos que he ido anotando, pues la cohesión y la coherencia textuales se tambalean repetidamente. Los personajes son planos, esquemáticos, como los de una película del Oeste topiquera. Y encima, sin ninguna credibilidad, empezando por la protagonista, para más inri, basada, según nota final del autor, en una noruega indomable que emigró a Estados Unidos y cometió fechorías y crímenes a principios del siglo pasado. Nada en comparación con el personaje, una viuda insaciable, no sólo envenenadora en serie de incautos sino espoleta de una escabechina de proporciones inconcebibles. Antonia Monterroso, alias la Rusa, en realidad una serbia de nombre Senka, que quiere decir «sombra», -y no hago espóiler de consideración, hay no menos de dos giros inesperados, para pasmar teóricamente al lector, por página- es «la encarnación misma del mal», una mujer fatal que va dejando un reguero de víctimas a su paso de «buena jaca» y una 'superwoman', especie de orquídea negra, aunque estafada, símbolo a su vez del «poder oculto que se esconde tras la belleza». Lo mismo vale para el resto de personajes, como su principal antagonista bueno, teniente de la Guardia Civil, remedo de sheriff, rambo opiómano con corazoncito sensiblero hacia el desenlace, natural de El Burgo de Osma . Por poner un detalle entre tantos, de la ausencia de atisbo alguno de veracidad, la homicida viciosa lee en un tren con destino Sevilla 'El árbol de la ciencia'. Aunque esta mención, seguramente, forme parte del burdo intento de barnizar el texto para darle empaque de alta literatura. Si no, no se explica que las cuatro partes de que consta la novela vayan encabezadas por citas de 'La odisea', 'El paraíso perdido', 'Rayuela' y 'La Galatea' cervantina, nada menos. Tampoco es verosímil, no ya realista, el cronotopo -provincia de Badajoz, hacia 1917, proyección de la España profunda de Puerto Hurraco-; no se sabe por qué se ha elegido este escenario en vez, por ejemplo, del Oregon original de los desmanes de la noruega emigrada, en función de cómo se desenvuelven y hablan los personajes, igual que en las novelillas de quiosco de Marcial Lafuente Estefanía, con las que está emparentada. Ni siquiera el humor, negro, obsceno, de matadero porcino, me ha convencido, me parece de dudoso gusto. No digamos los hachazos en la cabeza, los sesos salpicados o los cuerpos desmembrados como carnaza para el engorde de los gorrinos. Alegaba José Jiménez Lozano -que no ganó el Nadal, por cierto, con su memorable 'Historia de un otoño'- en sus diarios 'Impresiones provinciales', que «la lectura de un libro hasta hace poco, y todavía para verdaderos lectores y tratándose de ciertos libros, también tenía y tiene su mismo sentido: el de recomponernos de algún modo por dentro, asomarnos a la belleza y a la misericordia, a la alegría, a la inteligencia y a la admiración de nuestra frágil condición humana». Ni una sola de esas premisas, que suscribo, necesarias para que un libro sea legítimamente literario, cumple, por desgracia, el último premio Nadal, una mezcolanza, con los ingredientes bien especiados, entre rural noir, thriller, western, novela de misterio y dislate gore de casquería, tarantinesco; una amalgama, más bien enjuague, por no decir pufo, que ofende e insulta la inteligencia de cualquier lector, a poco letrado que sea.