El parte médico del Mar Menor, en la zona cero de los vertidos: "Por esta rambla entran tres toneladas de nitratos al día"
El entorno del campo de Cartagena y la cuenca vertiente del Mar Menor atraviesa una situación de sequía prolongada. Hace meses que apenas caen gotas de lluvia, y la tierra, en los márgenes de las carreteras, es seca y árida. Pero no toda. El tramo final de la rambla del Albujón, que discurre pegado a la laguna entre las localidades ribereñas de Los Alcázares y Los Urrutias, es un río caudaloso de agua muy turbia que desemboca sin parar en la orilla del mar.
“Es paradójico, porque debería de estar todo seco. Pero toda esta agua proviene de un conjunto amplísimo de drenajes agrícolas de regadío. Llega hasta aquí repleta de nutrientes, de productos químicos”, explica Pedro Luengo, coordinador de Ecologistas en Acción en la Región de Murcia.
A su lado, Ramón Pagán, estudioso incansable del humedal y miembro veterano de la plataforma ‘Por Un Mar Menor Vivo’ calcula: “Con el nivel que le veo ahora mismo al caudal están entrando a la laguna unos 200 litros de agua por segundo. Si tenemos en cuenta que, de media, cada litro lleva 150 miligramos de nitratos, tenemos un vertido constante de aproximadamente tres toneladas y media de nitratos al día”. Luengo añade: “Y eso solo aquí, en esta rambla, que es la principal. Pero hay muchas más en todo el litoral, por las que además de fertilizantes entran metales pesados de la Sierra Minera”.
Si lloviera ahora, si cayera una de esas lluvias tan características de esta zona del Sureste que arrasan con todo tras mucho tiempo de escasez, la situación se agravaría todavía más. Ha habido episodios torrenciales en los últimos años, explica Luengo, en los que el caudal del Albujón ha desbordado las estructuras de soporte de la rambla. Sobre el hormigón que las sujeta hay carteles con caricaturas de crítica a la gestión del Gobierno de López Miras y cruces que simbolizan la muerte inminente de la laguna. Los nitratos la han abarrotado de una forma insostenible al cabo de largas décadas, y el Ejecutivo regional todavía no ha puesto solución, a pesar de que aprobó consensuadamente hace ya una legislatura una ley de protección que, a juicio de Luengo, es “muy poco innovadora, porque sus ordenamientos ya formaban parte de normativas anteriores que también se incumplían”.
“El Mar Menor está siempre en crisis. Ha perdido toda capacidad de autorregularse. Cualquier impacto que se produzca, por pequeño que sea, causa un daño terrible al ecosistema. Y los vertidos nunca cesan”, sostiene el ecologista.
El torrente del Albujón avanza imparable hasta la orilla, y a su alrededor el agua estancada se distribuye por espacios. Hay zonas pequeñas de espuma amarillenta, y en otras, bordeando la arena, se acumulan algas muy verdes y muy olorosas, en avanzado estado de descomposición. La entrada del río de nitratos provoca un cambio paulatino en el color del mar: marrón al principio, tramos rojizos un poco más adentro, destellos verdosos o blanquecinos rodeándolos. Este es el punto clave del deterioro del ecosistema. El visible. Pero Luengo apunta: “Los acuíferos, que también penetran en la laguna, están igual de contaminados. Con nitratos y con fosfatos no solo procedentes de la agricultura, sino de la ganadería intensiva”.
“Todo ese cúmulo de vertidos provoca una degradación permanente que desencadena la eutrofización. El exceso de nutrientes descompensa la relación de las especies del humedal y el equilibrio ecológico, y trae consigo consecuencias que se traducen en falta de oxígeno, en muertes masivas de peces y en la desaparición de praderas de algas”. La sopa verde de 2016 y las anoxias multitudinarias de 2019 y 2021, relata Luengo, tuvieron su origen en el Albujón.
El Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (Miteco) sitúa la cifra en 3.580 toneladas de nitratos vertidos al año en la totalidad del ecosistema. Este 2024 se van a cumplir cuatro años desde la puesta en vigor de la Ley de Protección del Mar Menor en la Región, con casi toda la unanimidad del Parlamento. Todavía no se han cumplido las medidas que prometía el texto en relación, especialmente, a la ordenación del territorio y a la reducción de nitratos del campo de Cartagena. “Se iban a interponer limitaciones de cuya existencia aún no se sabe nada. Hay una falta de voluntad política muy clara. Es cuestión de intereses particulares”, subraya Luengo.
Para el ecologista, las soluciones deben darse en el origen de las aguas que fluyen por la rambla. “Hay que poner trampas de nutrientes desde las mismas parcelas de cultivos, para que no acaben en la laguna, además de barreras vegetales y sistemas de desnitrificación, y proteger toda la cuenca vertiente con zonas verdes y humedales”. El Miteco, añade, tiene intención, desde hace años, de crear un cinturón verde en torno a la costa. Pero es una labor costosa y requerirá un tiempo que cada vez apremia más.
El terreno del Albujón está inmerso en una extensión natural y amplia repleta de vegetación autóctona y atravesada por una carretera por la que circulan vehículos todo el día. Entre las cañas y los matorrales, el saladar de El Carmolí es, para Luengo, “un riñón del ecosistema”. “Es uno de los grandes humedales de la laguna. Se encarga de retener los sedimentos y los nutrientes agrícolas, de absorberlos, como una esponja”, explica. Al fondo, un antiguo volcán pedregoso de 113 metros de altura con una urbanización construida a sus faldas emerge en medio de la explanada.
Desde la cima de El Carmolí la perspectiva es a la vez prodigiosa y elocuente. Todos los focos de amenaza que comprometen sin descanso la sostenibilidad del Mar Menor se precisan con un golpe de vista. Rodeando el monte y el saladar, cuadrículas infinitas de campos de cultivo: la geometría exacta en la que crecen frutas y hortalizas, en la que trabajadores labran la tierra palmo a palmo, en la que el agua de regadío discurre por canalizaciones hasta vaciarse en las ramblas.
Luengo señala la prolongación del campo de Cartagena y acto seguido muestra una fotografía vía satélite tomada unos pocos días después de las inundaciones de 2019, cuando el Mar Menor era una desembocadura colosal de toda la tierra de las cosechas. “Esto es lo que sucede cuando llueve. Desde aquí, desde las alturas, la laguna parece grande. Aproximadamente 17.000 hectáreas. Pero el campo multiplica por mucho esa superficie. Se han llegado a tener hasta 70.000 hectáreas de regadío. Llegan hasta donde alcanza la vista. Hace décadas todo era de secano. Pero con la inauguración del trasvase Tajo-Segura en los 80 cambió hacia una agricultura intensiva e industrial que expulsa toda el agua que sobra hacia fuera”, dice el activista.
En el horizonte del mar, cerca de cualquier orilla, resalta la expansión inmobiliaria, el culto al turismo del ladrillo. “Es muy fácil ver cómo se ha degradado todo el perímetro litoral. Las construcciones están todas pegadas al agua, en primera línea. Lo más representativo es La Manga, que parece una hilera de edificios que están posados sobre el mar”, relata.
Según Luengo, la excesiva urbanización ha roto la interacción natural entre el ecosistema terrestre y el marino. También en ello, destaca, influyen los puertos deportivos. “Las playas están empequeñeciendo y perdiendo arena porque ha desaparecido el equilibrio entre las arenas y las corrientes. Ahora, en la parte terrestre, junto al agua, hay paseos marítimos, casas y espigones de puertos, lo cual impedimenta la redistribución natural de los sedimentos y provoca estancamientos, descomposiciones y fangos”.
En la cima de la montaña nada pasa desapercibido. Mucho menos los síntomas ostensibles en la misma superficie del mar. Desde la isla Perdiguera, en el centro de la laguna, hasta la misma desembocadura del Albujón, llama la atención una especie de mancha blanca con una forma como de triángulo irregular. “Apareció por primera vez hace pocos años”, expone Luengo, “y desde entonces ha ido creciendo en tamaño”. “Se capta incluso desde los satélites. Resulta muy perjudicial, porque en esa zona el agua es tan densa y está tan repleta de microorganismos y compuestos que la luz natural no llega hasta el fondo, donde están las praderas. Por tanto, la vegetación, que es la base del ecosistema, va desapareciendo”.
Dice el ecologista que el último informe del Instituto Español de Oceanografía (IEO), de finales de 2023, sitúa el origen de la mancha en los aportes de nutrientes procedentes de la producción agrícola. El documento admite que sus efectos sobre la vegetación del suelo del mar son preocupantes. “Esta anomalía puede ser una precursora de una nueva crisis de eutrofia. Ya sabemos que hay fitoplancton y microorganismos proliferando ahí, y que, si entran más fertilizantes y no hay algas para captarlos, éstos se multiplicarán mucho más”. “La mancha, por tanto”, añade Luengo, “puede favorecer a que en el futuro se genere de nuevo esa sopa verde, sobre todo en épocas calurosas”.
En las playas vacías de Los Urrutias, bajando de El Carmolí, la arena se convierte de pronto, rozada por el agua de las olas, en un lecho fangoso que cede lentamente bajo el peso del cuerpo. Luengo incide sobre la superficie con una pala metálica y levanta una masa negra que desprende un hedor intenso. “Este tipo de fango es normal en ecosistemas lagunares, pero la cantidad es mucho mayor porque hay mucha más materia orgánica de la que debería haber”, cuenta.
“Es una degradación permanente, constante. Allá donde uno mire se puede apreciar”, continúa el coordinador de Ecologistas. “Si viviéramos en un mundo ideal y a partir de mañana no llegara ni un solo nitrato más al mar, se tardarían muchísimos años en recuperar lo que una vez fue, si es que es posible. Pero hay que empezar por ahí”.
Coexisten, sin embargo, insiste Luengo, demasiadas complicaciones. “La mayor parte de lo que se cultiva en el campo de Cartagena se exporta al extranjero, y eso genera muchos ingresos. Por esa razón no se ha hecho nada desde hace décadas con respecto a los vertidos”. “Se han hecho otras cosas, sí, pero no las suficientes”. Enumera: “Se han cerrado cientos de pozos y desaladoras ilegales que desechaban salmueras, se han eliminado regadíos clandestinos o se están intentando proteger varios saladares, sin ir más lejos el de El Carmolí”.
Mientras el activista expone las actuaciones en aras de la protección de la laguna, los químicos agrícolas siguen regando el Mar Menor a cada segundo. La biodiversidad se extingue sin remedio. Especies representativas del ecosistema, como el caballito o la nacra, están prácticamente desaparecidas. Han pasado de miles y miles de ejemplares antes de 2016 a unos pocos cientos en la actualidad.
Durante demasiado tiempo, a lo largo de todo el litoral de este bioma único, la presión de los intereses particulares, inmobiliarios o agrícolas, ha dejado sin efecto las leyes o las ha cambiado a su medida, a merced de un modelo económico que excluye por completo las consideraciones ambientales. “Hay que actuar ya. En todo. Pero vamos tarde. El proceso de degradación va más rápido que las decisiones políticas”.