Vocación y autoayuda naif
Tras la II Guerra Mundial, cuando Alemania se debatía en una cruda crisis y soplaban por doquier vientos huracanados, amenazando con echar todo por tierra, un gran intelectual -un gran hombre- tomó la palabra y, desde su atril, comenzó a lanzar importantes avisos. Había en Max Weber mucho de trágico, de ese drama ocasionado cuando ve que se acerca el precipicio, pero se siente al tiempo desatendido.
Weber estuvo demasiado pegado a un esquema de interpretación de la realidad -y de la ciencia- bastante cuestionable. Precisamente de ahí surge la tragedia: aun convencido de que cada uno ha de elegir a su Dios o su demonio de un modo arbitrario, sin la asistencia de la razón, se dio cuenta de que una decisión errónea podía dar al traste con todo lo que significaba la civilización occidental.
¿Cómo defender el bien y la cordura cuando alrededor hay relativismo y la oleada estética o cultural anega los valores más altos? Weber apeló a la responsabilidad individual, pues veía la salvación en el compromiso de cada uno con lo que, siendo o no subjetivo, podía ser honesto defender. Esta es la razón por la que empleó una palabra que entonces todavía poseía algún significado preciso: vocación.
“Es evidente que no tiene sentido hablar mucho de vocación si vivimos sumidos en la
ilusoria idea de que somos seres autónomos y absolutamente libres”
Aunque se debate si hemos llegado al fin del proceso de secularización y a pesar de que algunos aseguran que nadie es ya inmune a su fracaso, no hemos todavía profundidad con suficiente tenacidad en muchas de sus repercusiones. Sabemos, por ejemplo, que el destierro de Dios nos ha dejado desconsolados o, desde un punto de vista cultural, en cierta orfandad simbólica. Pero también ha desleído los contornos de formas de vida, principios y actitudes que insertaban al ser humano en el cosmos y proveían de valor a lo que hacía.
Una de esas palabras que hemos perdido del vocabulario es la de vocación. Es evidente que no tiene mucho sentido convencer a un sujeto de que ha sido llamado a desempeñar una determinada labor -para quien no lo sepa, la vocación no se refiere solo al destino religioso- si vivimos sumidos en la ilusoria idea de que somos seres autónomos y absolutamente libres. El proyecto moderno según el cual, sea aislada o conjuntamente, somos individuos que tenemos fuerza, razón, libertad y voluntad para diseñar como nos venga en gana la vida es una de esas medias verdades con efectos sumamente perniciosos.
Esta última afirmación no quiere decir que seamos seres determinados; lo único que aclara es que, primero, por suerte, no toda nuestra existencia es fruto de un plan o diseño. Y, segundo, que hay más condicionantes de lo que el hombre o intelectual moderno están acostumbrados a admitir. Convencerse de ello no es dar pábulo a la pasividad estoica que está ahora de moda: supone reconocer que, por suerte para nuestro descanso psicológico, hay cosas que nos vienen dadas.
Ya hemos aquí hablado de lo azarosa que es la elección de carrera, por ejemplo, o pareja. Y sobre ello he vuelto pensar tras releer el famoso libro del Viktor Frankl. A diferencia de Weber, el psiquiatra vienés no se refiere explícitamente a la vocación, pero sus reflexiones sobre el sentido de la vida apuntan a lo mismo. ¿No se está refiriendo a la llamada que cada uno recibe afirmando que no hay hacerle preguntas a la vida, sino responder a las que la existencia, sin pedirnos permiso, nos lanza?
“Cuando Frankl habla de afrontar el sufrimiento o estar a la altura de las circunstancias
quiere decir que el sentido de la vida es responder de la mejor manera a las exigencias
de nuestra vocación, sea cual sea”
Desde este punto de vista, El hombre en busca de sentido es, en línea con la conferencia de Weber, más un ensayo sobre la responsabilidad vital que sobre la libertad, aunque se haya supuesto siempre esto último. ¿Qué consuelo -qué posibilidades- le pueden quedar a un hombre vilipendiado, llevado hasta la más completa desnudez, para tomar decisiones autónomas? Cuando Frankl habla de afrontar el sufrimiento o estar a la altura de las circunstancias -una expresión calcada de la de Weber- quiere decir que el sentido de la vida es responder de la mejor manera a las exigencias de nuestra vocación, sea cual sea.
Acostumbrados a la magia del pensamiento positivo y a buscar con insistencia a nuestra persona vitamina, quizá pensemos que está en nuestra crear la realidad. Cierto es que el propio Frank sugiere que siempre hay un resquicio para determinar nuestra actitud, pero nada más frívolo o infantil suponer que así se obra el milagro de transformar los sucesos. Además, tanto mensaje positivo y naif a la larga puede llevar a vivir bajo un engaño o, cuando menos, a un resentimiento enfermizo.
Por eso, frente a los discursos propios de la autoayuda, los testimonios de Frank y de Weber proponen una visión de la realidad poco descafeinada, así como un sentido de la libertad y de la responsabilidad austero. Animan a no dejarse vencer por las circunstancias y a darse cuenta de que hay cosas que no están en nuestro mano porque -y ellos tenían experiencia- el auténtico sentido de la existencia está en jugar con las cartas que nos han tocado. Lo demás es superfluo.