Almeida, el arboricida
La pulsión arboricida de José Luis Martínez Almeida, alcalde de Madrid, no tiene una explicación sencilla. No es solo que su visión del mundo identifique el progreso con un desierto erizado de rascacielos a lo Dubái. No es solo que tenga a los empresarios de la construcción como los auténticos héroes del universo, un gremio al que hay que favorecer a toda costa desde las poltronas públicas. No, en esta pulsión hay algo más, algo que se nos escapa. Tal vez se trate de un trauma infantil. Tal vez se cayó de un árbol cuando iba a rescatar a un gato. Tal vez el día de su primera comunión un pájaro se cagó en su traje de marinerito cuando pasaba bajo una morera. Tal vez le persiguió con una rama en la mano algún compañero que le hacía bulliying en el colegio. No sé, algo raro hay.
El pasado martes, este diario informó de que Almeida ha dado luz verde a la construcción de una residencia privada junto al parque de El Retiro, un proyecto que había rechazado en 2018 el Ayuntamiento que presidía Manuela Carmena. Se trataría de un edificio de nueve plantas y tres sótanos regentado como centro geriátrico por una aseguradora privada. Su construcción costaría 11,3 millones de euros, que serían amortizados en un trienio con los beneficios del negocio, calculados en 3,6 millones anuales de euros netos.
Este diario acompañó su información con una foto aérea de la parcela donde se levantará ese centro de no prosperar la denuncia presentada por el PSOE madrileño. Es una finca llamada Los Chopos y, caramba, tiene en su interior unos cuantos árboles frondosos. Tratándose del alcalde Almeida, no me cabe la menor duda de que ya está babeando al imaginar la tala de esos árboles, tan molestos para él como los cientos que ya ha empezado a cargarse en el Paisaje de la Luz, so pretexto de la ampliación de una línea de metro.
Como a Milei, a Almeida le pone el ruido de la motosierra. Su Madrid ideal es la Puerta del Sol que nos ha dejado: un solárium sin el menor atisbo de vegetación ni de sombra. A los vecinos de la capital no les ha quedado otro remedio que añadir la lucha por un Madrid con parques a la lucha por un Madrid con sanidad pública. Y es que la conservación de ciertas cosas –la naturaleza, la cultura, los derechos sociales– es hoy una bandera progresista frente al delirio destructor de las derechas.
El arboricidio, por lo demás, tiene una larga tradición en España. Se dice que hubo un tiempo en que una ardilla podía ir de rama en rama desde un extremo a otro de la Península Ibérica. Probablemente se trate de un mito, como el de la edad de oro de Don Quijote. Uno de esos mitos que sirven de contraste a lo existente.
Hoy la mayor parte del viaje hispánico se hace a través de páramos desolados. Por culpa, al parecer, de cambios climáticos naturales. Pero también de la necesidad de pastos para la ganadería de la lana, representada en Castilla por la poderosa institución de La Mesta. Y de la desforestación de la montaña pasiega para la construcción de los galeones de la conquista de América. Y del despoblamiento de las sierras de Huéscar, Castril y María para alimentar los hornos de vidrio. Negocios como estos dejaron calvas muchas de nuestras tierras.
En el viaje por España que hizo en la década de 1830, al hispanista inglés Richard Ford le llamó poderosamente la atención el espíritu arboricida de sus habitantes. Hablé de ello con Ian Gibson y atribuyó a “la falta de cultura” la pasión nacional por el exterminio del paisaje natural e histórico. “España”, dijo, “es un país inculto con relación a lo que podría ser. Un constructor imbécil quería destruir Numancia para hacer urbanizaciones. En Sevilla han levantado un rascacielos que destruye la preeminencia de La Giralda en el perfil de la ciudad. Es incultura sumada a una codicia capitalista que el franquismo impulsó a tope”.
Codicia e incultura alimentan, sin duda, la pulsión arboricida de Almeida. Eso es muy del PP, siempre dispuesto a poner una maceta allí donde podría poner un árbol. Recuerdo que, a finales de los años 1970, las derechas valencianas se oponían con uñas y dientes a convertir en un parque el viejo cauce del río Turia. Aquello, decían, era una gilipollez de rojos y ecologistas, motivados por su odio al automóvil. Su alternativa era hacer una gran autopista en aquella rambla.
Como suele hacer con tantas cosas, el PP valenciano hasta terminaría atribuyéndose la idea de convertir el viejo cauce del Turia en un pulmón verde. Pero eso sería luego, cuando terminó conquistando el ayuntamiento y los valencianos ya eran felices con un parque que hermoseaba y hacía más respirable su ciudad.
Los árboles siempre son un estorbo para las derechas españolas, que adoran el hormigón, el cemento y el ladrillo como los antiguos egipcios adoraban al dios Ra. A la construcción le dan el valor del oro, riqueza para ellos y para sus patrocinadores. Pero esto, insisto, no es explicación suficiente para el caso Almeida; lo de Almeida va más allá. Hay algo patológico en su odio al verde, en su empeño en hacerlo desaparecer de la plaza de Santa Ana, la Puerta del Sol, la plaza de España, el Paisaje de la Luz. En su amor por las tristes explanadas que denunciara hace dos semanas la actriz Marisa Paredes.
Cualquier tonto puede destruir los árboles, ellos no pueden escapar. Muchos madrileños, en cambio, comparten la frase atribuida a Martin Luther King: “Aunque supiera que el mundo se acabará mañana, yo plantaría hoy un árbol”.