El deseo «real» de estar en unos Juegos Olímpicos
Bastantes miembros de la realeza han participado en unos Juegos Olímpicos y algunos, incluso, han logrado una medalla. Harald V de Noruega y Constantino II de Grecia se ciñeron antes los laureles de la gloria que sus respectivas coronas, pues ganaron sendos oros en vela, en 1928 el escandinavo y 1960 el heleno, en unos Juegos de Roma en los que la futura reina de España, Sofía, figuraba como regatista de reserva. En el siglo XXI, dos nietas de monarcas reinantes, la danesa Nathalie von Sayn Wittgenstein-Berleburg y la británica Zara Tindall se han subido al podio en las pruebas de equitación, en las que es habitual ver competir a «royals» como Ana de Inglaterra, el príncipe Faisal de Arabia Saudí o la princesa Haya de Jordania.
Los dos últimos reyes de España, Juan Carlos I y Felipe VI, participaron en unos Juegos Olímpicos, lo mismo que la infanta Cristina. Es cierto que, como sus «primos» de diversas Casas Reales, a ninguno lo vimos esprintando junto a un velocista caribeño o trompeándose sobre el ring con un peso wélter búlgaro, pero encierra un mérito indudable robar horas a las apretadas agendas oficiales para preparar una cita deportiva tan exigente. En este caso, más si cabe que en otros, sí es cierto que lo importante fue participar.
Siendo Príncipe de España, que no de Asturias, Juan Carlos de Borbón compitió en Múnich 72 –en el puerto báltico de Kiel, más concretamente– en la clase Dragón, una embarcación tripulada a tres que el futuro rey timoneaba con el duque de Arión como responsable táctico y Francisco Viudes, que había suplido a Juan Antonio Ragué, manejando las cuerdas. Una orden directa del Palacio del Pardo dispuso la contratación del entrenador danés Ib Andersen y la compra del Fortuna, todo a cargo del presupuesto nacional. «No me gustaría que el futuro Jefe del Estado hiciera el ridículo», contó el legendario periodista Miguel Ors que le dijo el general Franco.
Y no lo hizo, desde luego, ya que el Fortuna tuvo primero que ganarse su participación en los Juegos de Múnich en una durísima regata preolímpica celebrada en agosto de 1971 –logró España una peleada decimocuarta plaza cuando los clasificados eran quince– y un año después, pese a la sustitución a última hora del lesionado Viudes por Félix Gancedo, se clasificó en decimoquinta posición sobre veintitrés participantes. Aunque lejos del podio ocupado por Australia, Alemania Oriental y Estados Unidos, fue un puesto más que honorable frente a una flota cuyos integrantes llevaban un cuatrienio de preparación específica.
Su hija mediana, la infanta Cristina, fue la regatista de reserva en el 470 femenino que fue décimo en Seúl 88, pero no tuvo opción de competir en el lugar de las titulares Patricia Guerra y Adelina González. Cuatro años después, en Barcelona, el futuro Felipe VI, entonces Príncipe de Asturias, fue el abanderado de España en la ceremonia inaugural de Montjuic y el tercer navegante del equipo anfitrión en la clase Soling, junto a Alfredo Vázquez y a las órdenes de Fernando León Boissier. Sextos tras la primera fase, Don Felipe y sus compañeros se quedaron a pocos metros de eliminar a Gran Bretaña, finalmente bronce, en las carreras uno contra uno que precedieron a las semifinales. Obtuvieron un meritorio diploma.