Recordando a Hilda Chen-Apuy: Intelecto y espíritu
Eran los años ochenta e iniciaba el curso de Sánscrito I en la Universidad de Costa Rica, impartido por Hilda Chen-Apuy. El aula estaba llena de estudiantes que teníamos diferentes expectativas sobre esa lengua, cinco veces milenaria.
Para algunos era parte del plan de estudios; otros habían llegado allí motivados por las traducciones del Bhagavad Gita o los Upanishads, que habían conocido en algún curso de yoga, de historia o de filosofías orientales, o incluso por viejos resabios de los movimientos hippies.
Fue entonces cuando aquella serena figura, de gruesos anteojos, sonrisa dulce y quedas palabras entró al aula. Todos esperábamos conocer los arcanos de aquella lengua sagrada de la India, misteriosa y antigua.
Poco a poco nos fuimos adentrando en una de las estructuras lingüísticas más complicadas que podíamos imaginarnos: ocho desinencias, que variaban según designaran la persona singular, dual o plural; un intrincado sistema verbal y, por si fuera poco, una grafía difícil, con un sistema de términos que se aglutinaban para formar palabras larguísimas, con elisiones.
Los que habíamos estudiado con antelación Latín y Griego llevábamos la ventaja de conocer un sistema desinencial; para los demás, era mucho más difícil, y pronto comenzó la deserción. –”Como en el cuento de Los diez negritos”–, decía la Niña Hilda, con su sonrisa comprensiva.
Para los pocos que permanecimos, fue un gozo intelectual inenarrable: a lo largo de aquellos cuatro cursos de Sánscrito, la sabia maestra fue desplegando ante nuestras mentes todo un universo de sabiduría ancestral, que abarcaba la filosofía, la religión, el arte, la historia y las costumbres de aquella antigua cultura. Con esto quiero decir que la profesora no se limitaba al frío análisis morfosintáctico, sino que cada palabra era vista en su contexto cultural, con lo que enriquecía nuestra comprensión.
Para entonces, como éramos muy pocos, y la visión de la Niña Hilda ya estaba seriamente dañada, recibíamos las lecciones en su casa, rodeados de su rica biblioteca, que compartía generosa con nosotros.
Una vez le llevé al curso una cita de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en la cual Aureliano Buendía descubre que los manuscritos de Melquíades, cuyos extraños signos “parecían ropa tendida”, estaban escritos en sánscrito; entonces se dirige a la librería del sabio catalán a comprar el Sanskrit Primer, ¡el libro de Edward Perry que nosotros usábamos!
En efecto, esta famosa gramática había sido editada por primera vez en 1886, y es tan buena, que se sigue empleando hasta hoy. Pero el asunto nos hizo muchísima gracia, y creo que hasta nos sentimos capaces de descifrar los misteriosos arcanos de la ciencia milenaria de Melquíades...
Eso de llamarla “Niña Hilda” viene de los tiempos del Colegio Superior de Señoritas, cuando, como parte del programa de quinto año, nos impartía lecciones de Literatura Universal, un compendio de literatura griega (Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides); literatura italiana (Dante, Petrarca, Bocaccio); francesa (Corneille, Racine, Moliére), alemana (Goethe) e India (Tagore).
Era aquella época añorada de la educación costarricense, en que jamás se le hubiera ocurrido a un profesor ofender a sus estudiantes dándoles resúmenes de las obras, ni los estudiantes habrían aceptado que se pusiera en duda su capacidad e inteligencia para comprender los textos íntegramente, porque la formación que el Estado ofrecía formaba una clara conciencia del privilegio que significaba el disfrutar de una excelente educación gratuita y obligatoria, garantizada por la Constitución de la República. De modo que aquel mundo literario, estético y cultural que la Niña Hilda develaba ante nuestras mentes ansiosas de conocimiento, fortalecía nuestro espíritu y nos ofrecía una visión más amplia de la Humanidad. Fue en esas lecciones que aprendí a amar a los clásicos.
Por consejo del Dr. P.H.L. Eggermont, su exprofesor de Sánscrito en la Universidad de Amsterdam, la Niña Hilda tradujo al español la Gramática elemental de la lengua sánscrita del famoso sanscritista e indólogo Dr. Jan Gonda, profesor de la Universidad de Utrech, cuando el prestigioso Centro de Estudios Orientales (ahora, Centro de Estudios de Asia y África del Norte) de El Colegio de México, le encargó esa tarea, para efectuar su publicación.
Por aquel entonces, ella se contaba entre las cinco mujeres sanscritistas en todo el mundo. Por su extraordinario talento, siempre perteneció a las minorías selectas de intelectuales, como cuando ganó una beca para ir a estudiar a la Universidad de Iowa, ocasión en que fue la única latinoamericana elegida entre un numeroso grupo de estudiantes de varios continentes para disfrutar de este beneficio.
Hilda Chen-Apuy recibió muchos e importantes galardones por su labor humanística y por difundir y desarrollar las relaciones interculturales entre Oriente y Occidente. Fue la primera latinoamericana en ser condecorada con la Orden del Tesoro Sagrado en tercer grado, conferida por el Gobierno de Japón en 1985, y recibió la Medalla de la Cultura del Ministerio de Educación de Taiwán, en 1989. El Mount Holoyoke College de Massachusetts le confirió el Doctorado Honoris Causa en Letras Humanas. También fue Premio Magón de Cultura 2003, Premio Rodrigo Facio Brenes en 2008 y Benemérita de la Patria en 2023, año en el que se celebraba el centenario de su nacimiento. Yueh Ling (su nombre chino, que significa Espíritu de Luna) decía que estos reconocimientos se debían a su dharma.
Una vez, conversando de alguna mezquindad de alguien que, sin embargo, se destacaba en el campo intelectual, la Niña Hilda me dijo: ¿De qué sirve el intelecto sin espíritu? Han pasado muchos años y jamás he olvidado esas palabras cargadas de sabiduría, pues provenían de un ser extraordinario que hizo de su vida una síntesis armoniosa de ambos conceptos. Este debería ser el ideal de la educación: desarrollar intelecto y espíritu, para ofrecer la oportunidad de construir mejores personas y, por ende, un mundo mejor, como ella hizo.