Venid y veréis
Lectio divina de este II domingo del tiempo ordinario
“Venid y veréis”, es el camino de fe que nos señala el evangelio de hoy. El anuncio del Bautista inquieta a sus discípulos. Ellos dejan a este primer maestro para ir en pos de Jesús; dialogan con él y entran en su morada. Luego salen a anunciar a quién han encontrado. ¿Qué nos dice todo esto a nosotros? Nos invita a renovar nuestra experiencia de fe dando nueva vida al encuentro personal con Cristo. Entramos así en “su morada”, que significa dejar de vivir en lo aparente y transitorio para gustar la verdad e invitar a otros a vivir la misma experiencia. Leamos con atención:
«En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”. Él les dijo: “Venid y veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (que se traduce Pedro).» (Juan 1, 35-42).
Hoy se nos presenta el tema de la llamada de Cristo y su seguimiento. Dios es la voz que misteriosamente llama al joven Samuel y es también la figura fascinante del Cordero de Dios, a quien los discípulos del Bautista empiezan a seguir. Él les llama para compartir la intimidad de su vida divina y para hacerles comunicadores de esta experiencia. El Bautista proclama que Jesús es el esperado de Israel, y sus discípulos no dudan en dejar a su primer maestro e ir tras el que él señala como más grande. Se nos muestra así una primera disposición ante la llamada de Dios: Dejarlo todo para seguirle. Dios nos habla de diversos modos, pero no siempre estamos atentos a escucharle. Otras
veces, habiendo entendido lo que Él nos comunica, no estamos dispuestos a seguirlo por estar demasiado apegados a nosotros mismos, a nuestros gustos y criterios, tan distintos a lo que Él nos propone. Son cosas que debemos posponer o hasta dejar del todo para ir tras la realidad divina que se nos quiere manifestar. “¿Qué buscáis?”, pregunta Jesús a los que empiezan a seguirle, y también lo sigue haciendo con todos los demás a través de los tiempos. Es como si nos dijera: “¿Venís a mí por lo que otros dicen o estáis dispuestos a vivirlo en primera persona?”. Ante la respuesta “¿Dónde vives?”, él capta su disposición a conocerle íntimamente y compartir su vida. “Venid y veréis”, es su respuesta.
El evangelio entonces nos presenta la vocación cristiana como un misterio de miradas. Juan el Bautista ve al Espíritu Santo descender sobre Jesús y lo señala a sus discípulos, quienes al verle dejan al primer maestro para seguir al definitivo. Este, a su vez, les ve a ellos y les invita a ir a ver dónde vive. Se quedan con él esa tarde y sus miradas son iluminadas de tal manera que cautivan a otros más para contemplar al esperado de todos. Así nació la Iglesia como la comunión de las miradas de los discípulos entre sí y hacia Jesús, todos bajo la mirada de Dios.
Y es que la importancia de esa mirada sobrenatural ahonda en el misterio mismo de Dios. Pensemos, por ejemplo, que el filósofo medieval Juan Escoto Erígena, señala que el nombre de Dios (“Theós”) se origina en la doble raíz griega que significa tanto “el que todo lo ve”, como también “correr en torno / hacer un corro”. Ambas posibilidades, aparentemente disímiles, expresan una realidad totalizadora y dinámica: Dios todo lo ve, a la vez que abarca todo en un movimiento de reconocimiento y participación que, en último término, solo se comprende a la luz de su ser Trinidad, que es la perfecta comunión de los distintos en el único amor. Este es el Misterio en el que Cristo quiere hacernos participar y del que la Iglesia es su concreción en el tiempo.
Ser cristiano es haber vivido este encuentro con la mirada de Cristo que nos invita a mirar la realidad bajo su misma luz y en comunión con los demás. Este es el gran desafío de la fe: pasar de la mera percepción natural de las cosas a la contemplación de lo sobrenatural, que es lo que da consistencia y hace trascender todas las cosas. El ser humano solo se realiza desde este encuentro con el que es más grande que él y que, por el amor aceptado, trabajado y ofrecido a los otros, va haciéndole crecer hasta la medida
del hombre perfecto en Cristo (Colosenses 1,30). El seguimiento a él deviene, por tanto, pleno camino de divinización, a través de luchas y consuelos, de luces y sombras, purificación y contemplación de lo sublime; todo en un dinamismo expansivo, que le hace buscar y anunciar a los demás la luz que le ha alcanzado. Así llega también hoy a nosotros esta invitación del Señor. Él pronuncia sobre ti su llamada para que descubras tu identidad más profunda y te conviertas en anunciador de la plenitud de la vida. ¿Estás atento a su voz? ¿Qué suscita en ti esta llamada? Ven y verás…