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Январь
2024

Dormir y morir en una cueva: los precios de la vivienda dejan sin hogar a centenares de personas en Ibiza

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La cueva está en la cima de un acantilado. Junto al agujero hay una pequeña explanada. Es del tamaño del rellano de una escalera. En ese pedacito de tierra crecen unos matorrales que protegen la cueva del viento cuando sopla desde el mar. Los planes urbanísticos trazaron hace décadas una calle sobre el agujero y le dieron el nombre de Ramon Muntaner, cronista de la Corona de Aragón. Recorriendo la calle, por un lado se va hacia es Soto, el páramo costero que se extiende a los pies de las murallas de Dalt Vila. Por el otro, a ses Figueretes, un barrio marítimo que oscila entre lo turístico y lo popular.

En ese tramo en concreto, que asciende la colina que da forma al acantilado, la calle es realmente un camino. No está asfaltada, pero se levantaron varios edificios de tres y cuatro alturas con vistas a Formentera. La luz de invierno recorta con nitidez la silueta de la isla. Los veinte grados, que antes del cambio climático consideraríamos primaverales, animan al paseo, pero casi ningún caminante se fija en la cavidad que hay bajo sus pies. Un salto de más de un metro la separa del camino y la protege de miradas indiscretas. Para salvarlo hay que agarrarse a una cuerda, gruesa y llena de nudos. Ahora sólo lo hacen los excursionistas que quieren llegar a una cala virgen, treinta metros más abajo. Hasta hace un par de meses esa cuerda fue también la conexión entre el habitante de la cueva y el resto de la ciudad. 

Aquel agujero era el hogar de una persona. Su muerte le hizo aparecer en los medios locales el pasado 21 de noviembre. La tarde anterior los bomberos recibieron un aviso de emergencia, descendieron por la cuerda y rescataron el cadáver. Como epitafio, alguien abrevió un descanse en paz sobre una maceta.

“Gueto es una palabra muy fea, pero no podemos negar que en Eivissa existen asentamientos chabolistas. La gente se mete a vivir donde puede o donde le dejan porque alquilar una habitación es imposible. Sin contar a las que viven en tiendas de campaña, edificios a medio construir o en vehículos, ya sea una furgoneta, una caravana o un coche, las entidades sociales calculamos que debe haber unas doscientas personas sin techo. La mayoría duermen en las calles de la ciudad, que, aunque sean muy limitados para abordar el problema, es donde se concentran la mayoría de los servicios sociales”, dice Gustavo Gómez.

El coordinador de Cáritas Diocesana habla en un pequeño despacho del centro de día que este organismo de la Iglesia católica tiene en la capital ibicenca. Al otro lado de la puerta, en la sala más grande del centro, suenan como un eco los diálogos de Misterio en Venecia. Después del desayuno, hay cine cada jueves. Pero es Navidad y Luz Sánchez, una de las trabajadoras sociales, desenrolla la pantalla del proyector y pone una película diferente todas las mañanas. Ahora son cinco los espectadores que están viendo la última adaptación cinematográfica que se ha hecho de una novela de Agatha Christie. Uno de ellos pilla la película medio empezada porque acaba de salir del despacho donde Gustavo charla con Luz. Dentro de la salita ha resumido su vida en unos minutos. Con su historia personal también podría escribirse un guion.

Antonio (nombre ficticio) tiene los dedos negros. Están manchados de grasa, ayer estuvo arreglando el motor de un coche. “Me gané ochenta euros en un ratito, durante el invierno me van saliendo apaños así”. Dice que en su familia la mecánica saltó de su abuelo a su padre y de su padre a él. En Amposta, junto a la desembocadura del Ebro, heredó un taller. “Lo tengo cerrado desde que me vine a Eivissa, hará cinco años”. Ahora tiene cuarenta y seis. Desde hace diez, cuando consume droga lo hace con frecuencia. No puede parar hasta que toca fondo. “Consigo salir, pero luego recaigo. Cuando consumo, no tardo mucho en perder el trabajo y duermo en la calle. Este verano estuve bien. Encontré curro en una empresa. Ganaba mucho dinero, incluso para alquilar un piso con estos precios locos porque hay pocos mecánicos especializados en maquinaria pesada en esta isla. Tenía pareja y vivíamos juntos, pero, al volver a drogarme, preferí estar solo", comenta.

Todavía recuerda la primera raya de cocaína que esnifó (“la trajeron a casa mi hermano y mi primo”) y tampoco olvida por qué, mucho tiempo después, empezó a fumar crack (“fue a causa de una ruptura que no pude superar”). “Si algo he aprendido viviendo en la calle es que las ganas de drogarte no se pueden controlar y que nadie elige convertirse en un adicto. Y la mayoría de las personas sin hogar que me he encontrado en Eivissa son adictas a algo. Muchas empiezan por el alcohol y luego se meten un chute de una mierda más fuerte. Cuando tienes el frío pegado a ti todo el día, cuando las noches son interminables, lo único que deseas es escapar un ratito de tus problemas”, añade.

Desde que es ibicenco, Antonio ha dormido en cajeros (“son cada vez más difíciles de abrir”), portales (“alguna vez he tenido bronca con vecinos, pero normalmente me dejan descansar tranquilo”), bancos y playas, y mucho tiempo en su coche. En un coche vive ahora y en un coche le enganchó el confinamiento en marzo de 2020. Merodeando alrededor del vehículo pasó unas semanas hasta que le detuvo la policía. Alejarse demasiado para comprar una dosis se transformó en un viaje, sin billete de vuelta, al albergue de campaña que las instituciones montaron en el polideportivo insular de Sa Blanca Dona. Aquellas semanas es el único periodo en que Antonio ha pernoctado en un lugar parecido a un centro de acogida. Trata de evitarlos, incluso en las olas de frío.

–No creo en ese tipo de lugares, me da la sensación de que únicamente sirven para almacenar personas.

–¿Y por qué vienes a Cáritas?

–Porque es uno de los pocos sitios donde no me siento juzgado. Aquí me miran como una persona porque conocen mi historia. Tengo una cierta rutina. Nos tenemos cariño.

–¿Y no te gustaría pedirle algo en concreto al Ayuntamiento de Eivissa? ¿Qué le dirías a la concejala de Bienestar Social si la tuvieras delante y pudieras hablar con ella?

–Pues no lo sé… Espera, ya lo tengo. No hay baños públicos en la ciudad que abran hasta tarde. Los de la estación de autobuses cierran a las seis. Alguna vez he tenido que salir de allí a medio afeitar. Unos baños que estuvieran abiertos día y noche. Eso es lo que le pediría al Ayuntamiento.

“Se están construyendo y estamos pendientes de abrirlos. Cruz Roja tiene duchas y baños a disposición de las personas sin hogar, que pueden asearse allí todas las tardes”, contesta Lola Penín cuando se entera de la pregunta que le haría Antonio. La concejala de Bienestar Social debuta en la política institucional después de haber fundado y coordinado una asociación en favor de la inclusión educativa. Como independiente, formó parte de la candidatura del Partido Popular que ganó por mayoría absoluta las elecciones municipales de mayo. En julio tomó posesión de su cargo y ahora gestiona un departamento “con muchos frentes abiertos”.

Para acometer ese trabajo podrá gastar 6,9 millones de euros durante este año. Es un 6% del presupuesto del Ayuntamiento de Eivissa, “un 14% más” de lo que se invirtió en servicios sociales durante 2023 en uno de los municipios con el metro cuadrado más caro de España: “En Vila es cada vez más difícil emanciparse o conservar un alquiler si pierdes el trabajo, nadie puede pagar seiscientos o setecientos euros por una habitación. Tengo un hijo en esa situación, sé muy bien de lo que hablo”. 

Como le ocurre a muchos políticos de nuevo cuño, especialmente si proceden del activismo, Penín no se siente animal de despacho. “Me gusta más el trato directo con la gente que tiene problemas. Conozco a muchos usuarios de los servicios sociales por su nombre y apellidos. Los abrazos son tan importantes como las prestaciones o los talleres ocupacionales. Me gusta hablar a la cara y escuchar con atención. Por eso acepté formar parte de la lista electoral del PP en las últimas elecciones. La oficina de atención ciudadana de un Ayuntamiento es un lugar perfecto para sentir de primera mano los problemas sociales que luego explotan y se generalizan. Allí he trabajado durante veinte años y, mira que ha pasado tiempo desde entonces, pero ya se hablaba de construir infraestructuras que todavía no tenemos. Ya he dicho que me encanta estar en la calle, pero la calle no es un sitio para vivir”.

La concejala se sienta en el centro de una mesa larga. Ha colocado varios papeles encima, llenos de anotaciones a mano que apenas ojea durante la charla. Si les echa un vistazo es para consultar datos concretos, como las ochenta y cuatro camas de las que dispone el Ayuntamiento, en varias infraestructuras, para ofrecer alojamiento a ciudadanos sin techo. En esa sala de reuniones parece encontrarse más cómoda que en su despacho: es una de las dependencias de la planta baja del Servicio de Acogida Municipal, el SAM, como lo conocen los técnicos y las quince personas que allí viven. Otras diez, además de ocho familias, aguardan en la lista de espera de un edificio que se diseñó, licitó y construyó pese a las quejas de una plataforma vecinal que consideraba que ese servicio “degradaría” l’Eixample Nou, el barrio donde se encuentra.

Estas personas exigían que el SAM estuviera en otro lugar, fuera del casco urbano de Vila. Todo ocurrió entre 2015 y 2020. El PP, entonces en la oposición, apoyó y compartió con firmeza las críticas que recibía la ubicación del centro. “No nos consta que haya habido un solo problema con los usuarios que han vivido aquí en los dos años que lleva funcionando. Hay que recordar que este es un servicio de alta exigencia: además de horarios y normas de comportamiento, para obtener una plaza es necesario no tener ningún tipo de adicción ni dependencia. La idea es que las estancias sean de seis meses y luego puedan emanciparse. El paso lógico es que vayan a uno de los doce pisos sociales que gestionamos, algunos gracias a un convenio con el Instituto Balear de la Vivienda (Ibavi). Allí disponemos de cincuenta y cuatro plazas, pero también hay dieciocho personas esperando para conseguir una”, explica Penín. 

A día de hoy, el SAM es la única infraestructura permanente que se ha construido en toda la isla para acoger a personas sin hogar.

Joan Ribas estaba hace ocho años y seis meses en una situación parecida a la de Lola Penín. Saltaba del activismo a las instituciones y, después de encabezar la lista de la coalición Guanyem a las municipales de 2015, se convertía en el teniente de alcalde de Vila tras firmar un pacto de gobierno con el PSOE. Bajo su responsabilidad directa quedó la gestión de los servicios sociales de una ciudad que ya sufría profundamente los efectos de la burbuja inmobiliaria.

“Las personas sin hogar, independientemente de las adicciones, fruto, muchas de ellas, de depresiones o enfermedades mentales, simplemente quieren vivir como viven los demás. Si por desgracia te quedas sin hogar y te ves en la calle, tu esperanza de vida se acorta veinte años. Cuando firmamos el acuerdo de coalición, los recursos públicos para combatir el sinhogarismo eran mucho menores a los que hay actualmente. Por eso, la campaña política y mediática que montó el PP a raíz del SAM tenía tan solo un objetivo: desgastar el gobierno de coalición de izquierdas y, a nivel individual, destrozarme políticamente”, argumenta Ribas. Aunque eligió el emplazamiento –el solar donde se encontraba la antigua comisaría de policía local, que se demolió para levantar un nuevo edificio– y dirigió el desarrollo del proyecto, ya no era concejal cuando empezaron las obras del centro de acogida. 

La primera piedra se puso en septiembre de 2019. Cuatro meses antes, Ribas fue el número uno de la candidatura de ARA Eivissa y no obtuvo acta de regidor. En 2023 volvió a fracasar electoralmente. “Lo importante no es quién inaugurara el SAM, sino que el SAM exista, esté funcionando y como ya tratamos de explicar en su momento a los vecinos que se oponían, no ha causado ningún conflicto en el barrio. Yo salí satisfecho del Ayuntamiento porque fue muy difícil sacar ese proyecto adelante. Me encontré mucha oposición dentro de la institución. Un técnico del departamento de Urbanismo me llegó a decir que ‘el albergue no se construiría jamás en ese solar", comenta.

"Varios dirigentes de Podemos, que formaban parte de nuestra coalición, criticaron nuestras decisiones por puro tacticismo político. Fue una torpeza. Tampoco lo veían claro entre los socialistas. Patricia Abascal, que era jefa de gabinete, estaba totalmente en contra de ubicación dentro de la ciudad porque cuando fue consellera de Bienestar Social prometió un macrocentro de acogida en la periferia que todavía no se ha hecho. Y estamos hablando de una promesa de 2010. ¿Por qué salió adelante entonces? Porque el alcalde [Rafa] Ruiz creía en el proyecto y no me dejó solo”, añade.

Los locales y las viviendas de l’Eixample Nou son hoy más valiosos que en 2020. De media, un 8%. Si se trata de un bajo comercial situado en una de las calles principales del barrio, el valor ha podido subir hasta un 15% desde que empezó la pandemia. En una web se ofertan pisos de noventa metros cuadrados por tres mil euros al mes. Habitaciones por seiscientos. Es difícil encontrar un local que se arriende a menos de quince euros el metro cuadrado. Según los datos que maneja la Asociación de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria, el SAM no ha pinchado ninguna burbuja: los aumentos cuadran con la subida del IPC.

“No es una cuestión de si los sintecho devalúan o no tu piso, al menos para mí. Yo sigo estando en desacuerdo con el lugar donde se hizo el albergue. Tuvieron que tirar un edificio para levantar otro: fue un doble coste que pagamos todos con nuestros impuestos. Costó 1,2 millones de euros para tener menos capacidad de la que tenías antes, porque [cuando el centro de acogida municipal estaba en un edificio propiedad del Obispado] teníamos veinte plazas. En zonas que no están construidas se podría haber hecho un edificio con capacidad para treinta o cuarenta personas que nos habría costado la mitad de lo que costó esto”, dice Santiago Yepes.

Este residente de l’Eixample Nou fue uno de los portavoces de la plataforma que se creó para defender que el SAM debía construirse lejos de allí. Este colectivo nació tras reactivar una asociación de vecinos que llevaba tiempo inerte. Cuenta, sin embargo, que hace ya años que las dos entidades están disueltas. Hacia 2020, la plataforma y la asociación se quedaron sin actividad y sin miembros que la sostuvieran por “el agotamiento que supuso protestar contra la localización del albergue y no ver resultados”.

En el momento de máxima ebullición, 2017, recogieron mil quinientas firmas: según Ribas, “muchas de ellas eran falsas y, tras comprobarlo en el padrón, de personas que no vivían en l’Eixample Nou”; según Yepes, la recogida “estaba abierta a todos los residentes de la isla que quisieran pronunciarse”. También organizaron una votación donde el 99% de los 353 votantes se opuso a que el SAM estuviera en el barrio. “Algunos vecinos que estaban en la directiva se marcharon de sus viviendas mientras se construía el albergue. Otros traspasaron locales. Yo vivo justo al lado del albergue y es verdad que no he visto ningún conflicto, pero creo que Vila sufre un problema de seguridad”, añade.

Cuando echa la vista atrás, Yepes no se siente utilizado políticamente: “Muchos de los vecinos que empezamos a mover la plataforma éramos votantes de izquierdas y, quizás, el PP vio una oportunidad de desgastar, a través de la plataforma, a los partidos que gobernaban. Eso lo hacen todos, algo parecido ocurrió con la plataforma antiautopista, de la que también formé parte, pero en sentido contrario”.

Es Gorg es un topónimo corto, apenas dos sílabas, y el principio de una historia interminable. En un solar de este polígono a las afueras de Vila prometió la consellera Abascal un refugio para personas sin hogar con problemas de adicciones. Cáritas y Cruz Roja lo pedían desde 2007, la promesa llegó tres años después. El centro debería haberse terminado en 2012, de acuerdo a las palabras de Abascal. Han transcurrido catorce años y – tras ver a gobiernos de izquierda y derecha tanto en el Consell como en la mayoría de los ayuntamientos, que compartirán los gastos de esta infraestructura mancomunada– la obra sigue sin comenzar. Entre medias, ha habido modificaciones en el plan urbanístico de la ciudad, recursos en contra de empresarios que tumbó el Tribunal Supremo, convenios económicos entre el consistorio de Vila y el gobierno insular que caducaron y un contrato público por adjudicar.

“Espero y deseo que los trabajos se pongan en marcha en los próximos meses. La partida presupuestaria ya está consignada. Para mí, es casi un compromiso personal ver ese centro abierto durante este mandato”, explica Lola Penín. En los últimos meses se especuló con la posibilidad de que el Consell volviera a redactar el proyecto para aumentar el número de plazas del centro. Hubiera supuesto, probablemente, reiniciar todo el proceso burocrático. No ocurrirá y la instalación, que ocupará casi dos mil metros cuadrados, se quedará en treinta y cinco camas. Algo que alegra a Ribas: “Hay dos modelos de bienestar social: uno que está desfasado –hacinar a personas en espacios superpoblados fuera de los núcleos urbanos– y otro que es mucho más inclusivo –integrarlos en centros que estén en el corazón de las ciudades y que tengan pocos usuarios: sigo defendiendo que Vila necesitaría, además de es Gorg, dos centros más de alta exigencia como el SAM. Y también más centros de características parecidas en el resto de municipios”.

Mientras tanto, en Sa Joveria, un descampado adyacente al recinto ferial, el Consell colocó unos módulos prefabricados en noviembre de 2022. Levantarlos no fue sencillo: los barracones debían estar listos en cinco meses y medio. La empresa que ganó el concurso público disponía de un millón de euros para realizar el trabajo, pero alegó falta de suministros. Fue multada varias veces por la demora. Cuando acabó la odisea, cincuenta y seis personas comen, participan en talleres ocupacionales y duermen en el centro provisional de Sa Joveria. La mayoría (pero no todos) son adictos a las drogas, pero en esos barracones han encontrado algo parecido a un hogar. Lo gestiona una fundación y el presupuesto corre a cargo del Consell –un tercio– y de los ayuntamientos, que se reparten las otras dos terceras partes en función de los habitantes de cada municipio.

Lola Penín pasó la tarde del día de Año Nuevo conversando con las personas que se acercaron a una actividad benéfica organizada por su concejalía. Varios restauradores aparcaron foodtrucks en un bulevar de la ciudad y repartieron cenas entre vecinos con pocos recursos. Más de uno vivía en la calle. La regidora se sorprendió al ver a un joven que conocía desde que era niño: “No sabía si saludarme. Me acerqué y le dije que no tenía nada de qué avergonzarse, pero entiendo que, al principio, se sintiera mal. Si algo intentamos en el SAM es romper el estigma que significa perder tu casa o no poder acceder a un techo. Hay que seguir invirtiendo y trabajando porque los recursos no alcanzan”.

Basta escuchar a las entidades sociales: cada vez hay más riesgo de exclusión severa en Eivissa. Desde hace años lo sufren también ibicencos con empleos e ingresos estables. “La realidad de la isla no es sólo el turista que viene una semana y se gasta lo que haga falta cuando llega mayo y abren las discotecas. También son todos los residentes que piden ayuda a Cáritas pese a que trabajan cuarenta horas a la semana. Si el coste de la vida sigue creciendo en esta isla, la deriva será imparable. Entre otras cosas, necesitamos un estudio profundo que nos dé datos fiables para saber hasta dónde llega el problema. Nunca hemos dispuesto de esa estadística”, dice Gustavo Gómez. 

Para el coordinador de Cáritas “es esencial” escuchar historias, contadas en primera persona, como la del mecánico de Amposta: “Antonio habla con elocuencia y desmonta el cliché de que socialmente podemos tener sobre un ser humano al que vemos tumbado sobre unos cartones en los soportales de las avenidas donde están las tiendas más caras de la ciudad. ¿Cómo nos sentimos cuando escuchamos testimonios como este? Si no nos interpela lo que cuenta, nos falta trabajar a nivel individual la empatía. Cuantas menos personas haya durmiendo en la calle seremos una sociedad mejor, más inclusiva”.

Su compañera Luz Sánchez describe de forma muy gráfica la caída por el tobogán que te deja sin techo: “Si alguien que tenía una vida normal se ve en la calle, todo se tuerce. Ni tienes dinero ni nada que hacer. La soledad es una losa que pesa demasiado y las compañías se vuelven peligrosas. La mala junta te lleva al alcohol y, de ahí, a las drogas hay un paso. Es una rueda. Más de uno y más de dos han venido desde la península a trabajar la temporada y se han quedado atrapados en ese círculo”. ¿Y hay solución? Respuesta al unísono:

–Cada persona que se reengancha a la vida es un triunfo. Son los menos, pero la satisfacción es enorme. Cuando sabes quién es, le pones cara, lo que ha pasado, lo que ha sufrido, y los trastos que nos hemos tirado a la cabeza, y consigue salir, coger una de las becas laborales que ofrecemos y, por último, encontrar un trabajo fuera… Cuando alguien lo consigue sentimos que hemos ganado una pequeña batalla.

Mientras esperan los fondos de una subvención estatal que les permitirá contratar a un psicólogo (“una figura clave para atender a este colectivo y con la que no hemos podido contar hasta ahora en Cáritas por falta de fondos”), a pocos metros de la habitación donde hablan Luz y Gustavo, y gracias a un acuerdo con una firma hotelera y otra quincena de empresas, hay obras en marcha. Se están reformando las instalaciones que se alquilaban al Ayuntamiento de Eivissa hasta que se inauguró el centro de acogida municipal, hace dos años. La idea es que vuelva a ser un albergue para que haya más camas a disposición de las personas sin hogar. Cuando abra sus puertas será otro dique para contener una marea cada vez más alta.