Alerta: el fracaso de las fiscalías autónomas nos impacta
No será la primera vez en nuestra historia reciente que un gran proyecto de reforma termine en un gran fiasco. Me refiero a la reforma de las fiscalías. Un planteamiento para transformar a las viejas procuradurías asociadas al autoritarismo, en fiscalías autónomas capaces de investigar el delito y llevar a la justicia a los infractores en un marco de respeto de derechos, como corresponde a toda democracia. La idea de esta reforma provino de algún capítulo medio perdido del Pacto por México. A cambio de apoyar algunos temas sensibles en sectores ideológicamente cargados como el energético, algunos legisladores de la entonces oposición pidieron la autonomía para la procuraduría. Vaya tema.
La autonomía del aparato de persecución criminal genera una enorme controversia, porque para algunos estudiosos del tema, esa autonomía puede implicar un problema de gobernabilidad. Degradar a un ejecutivo al estatus de un administrador si se le extirpa a la fiscalía como instrumento para gobernar. Pero también es aparatosamente claro que sin una debida distancia, el modelo produce una procuraduría sumisa, débil a las órdenes de quienes detentan el poder, que suelen usar el aparato de persecución criminal para control político y la administración de la impunidad. Esto confiere un poder enorme. El diseño, por tanto, de una fiscalía o procuraduría es muy delicado porque debe de buscar algunos equilibrios que, a primera vista, parecen imposibles.
En nuestra historia las procuradurías hicieron el trabajo sucio a los políticos. Fabricaban culpables a petición de quienes las controlaban. Nunca se profesionalizaron porque no tenían para qué hacerlo y hemos cargado con esta herencia hasta nuestros días. Ya no las vemos como esos sótanos obscuros en los que se torturaba para incriminar. Ahora tienen otra fachada, pero siguen sin resolver casos, imponer sanciones y cumplir con la doble función de hacer justicia y disuadir el crimen por medio de la amenaza de una sanción. Se ven inútiles cuando la impunidad rebasa más del 90 por ciento de los delitos denunciados (que no los ocurridos, que son muchísimos más) y tan servil como siempre cuando las llaman a servir al poder. En este tránsito de procuradurías a fiscalías autónomas se buscaba justamente prevenir este servilismo, haciendo que en el nombramiento de fiscales concurriera más de un poder. No se logró el propósito. Otro dato para confirmar el mismo patrón: no hay fiscal que haya sobrevivido un cambio de gobierno a pesar de que sus periodos están acomodados de manera que no coincidan con la entrada o salida de un Ejecutivo estatal o incluso el federal.
En resumen, el planteamiento de transformación de la procuración de justicia, que inició con una demanda de autonomía y se complementó con propuestas para fortalecer la investigación criminal, fracasó. Hay algunos procesos mejor encaminados que otros. Algunas fiscalías están haciendo un tránsito interesante, pero no hay datos que nos indiquen que estos esfuerzos estén dando los resultados deseados.
El fracaso es aparatoso si vemos a la Fiscalía General de la República, encabezada por una persona que ya no tiene la condición física para operar y que, lejos de avanzar la reforma, decretó el regreso al pasado. La fiscalía de Nuevo León está en llamas. En lugar de ser la casa de la justicia, se ha convertido (o más bien se ha sostenido) como un bastión de poder. La fiscalía de la Ciudad de México, con una reforma prometedora en ciernes, acabó siendo expedita para sintonizarse con la jefa de gobierno y el partido del presidente. Hay datos destacables en algunos temas que, sin embargo, se hacen chiquitos ante un proceso de ratificación de la exfiscal que pudo darse con más transparencia y con un estilo menos porril. Hay que recordar que cuando se votó la ley reglamentaria del artículo de la Constitución de la ciudad que prevé la ratificación, se cerró el acceso a grupos opositores. No era necesario. Otra vía era posible.
Todo esto que le cuento tiene una relevancia política enorme, como le he querido argumentar, pero sobre todo una repercusión desmedida en nuestras vidas. Porque la deficiencia en la procuración de justicia tiene repercusiones. Su captura, su sometimiento, su debilidad no es inocua. Cada hecho violento no resuelto impacta en más violencia. Cada víctima no atendida debilita la credibilidad y legitimidad del Estado. Cada acto de corrupción impune invita a robar más. Cada dato de impunidad provoca más violencia y deterioro porque perdemos los parámetros de convivencia pacífica que establece la ley. Y en este mundo vivimos usted y yo.
Luis Rubio escribía en su artículo dominical del periódico Reforma, que este país tendrá una oportunidad si quien resulte vencedor en la contienda logra transcender la mezquindad de la campaña para convertirse en jefe de Estado. Creo yo que la primera decisión política de trascendencia de nuestra próxima jefa de Estado debe ser ésta: desprender al aparato de persecución criminal del control del poder. Sin esta decisión previa, no hay reforma posible, ni futuro con paz para este país.