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Январь
2024

Cenizas que hablaron al mundo

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Es difícil describir aquellas escenas de la madrugada del 12 de enero de 1869 en Bayamo y no sentir palpitaciones a medida que se escribe.

Imaginemos los gritos de la muchedumbre abandonando la ciudad, las lágrimas de las personas despidiéndose de sus pertenencias, la gente quemando su propia vivienda y saliendo hacia cualquier monte, sin saber cuán incierto podía ser el futuro.

¿Qué habrá pasado por la mente de Francisco Vicente Aguilera, el millonario que lo dio todo por Cuba, cuando supo que su casona y sus lujos iban a arder? ¿Cómo habrán reaccionado los que no querían quemar la ciudad y terminaron contemplando el mayor fuego de sus vidas?

Tal vez una de las mejores reflexiones sobre esa jornada la ofreció el historiador José Maceo Verdecia (1891-1939), autor del volumen Bayamo: «La sociedad aquella, hecha a las comodidades del lujo, a las tranquilidades del hogar y a las delicias de la abundancia, consciente del nuevo destino que afrontaba, pero resuelta y serena, trocaba todo por los días sin pan, el peregrinaje a través de los bosques y las noches pasadas a la intemperie, con tal de demostrarle al conquistador intransigente que era más grande, noble y divino el ideal de patria y libertad que fulguraba en sus corazones».

Una ciudad diferente

Sería impreciso afirmar ahora, a 155 años de aquel suceso tremendo, que todos los bayameses quisieron incendiar sus casas, como a veces se dice.

En realidad, varios comerciantes y personas de diferentes sectores se oponían a prenderle fuego a la ciudad, pero la idea comenzó a cobrar fuerza en la mayoría a partir de un intenso y largo debate entre algunos de los principales líderes de la naciente Revolución.

Se ha contado que, reunidos en el Ayuntamiento, la noche del 11 de enero, con Perucho Figueredo a la cabeza, los presentes en la discusión escucharon impresionados las palabras de Joaquín Acosta: «Bayameses, ante la desgracia que palpamos y los horrores que se avecinan, solo hay una resolución: ¡Prendámosle fuego al pueblo! ¡Que las cenizas de nuestros hogares le digan al mundo de la firmeza de nuestra resolución de libertarnos de la tiranía de España! ¡Que arda la ciudad antes de someterla de nuevo al yugo del tirano!», diría el abogado, quien tenía 39 años y ostentaba el grado de general del Ejército Libertador.

No resulta difícil inferir que ese discurso atizó el ánimo de los patriotas. Estaban amargados porque Blas de Villate, Conde de Valmaseda, se aproximaba a Bayamo con sus tropas para reconquistarla después de haber vencido los ataques de las fuerzas rebeldes enviadas a su paso desde el oeste.

Quemar la ciudad, por supuesto, fue una medida extrema, pero tengamos en cuenta que ninguna otra comarca de Cuba estuvo en poder de los libertadores durante 83 días (20 de octubre de 1868 - 11 de enero de 1869), un tiempo en el que se promulgaron leyes o decretos mambises (como el de la abolición de la esclavitud) y se vivieron rutinas diferentes al resto del país.

Hasta para el iniciador de las luchas independentistas, Carlos Manuel de Céspedes, resultó difícil aceptar que la capital de la Revolución fuera convertida en escombros. «Consulten al pueblo todo lo que reunirán allá, y si este, con abnegación sublime, lo aprueba, ejecútese esa obra gloriosa, que ha de dar impulso a la revolución y convencimiento a España de que estamos dispuestos a toda prueba por el triunfo de nuestro ideal», diría el futuro Presidente de la República en Armas, quien se encontraba en su finca Santa María, fuera de la ciudad, cuando le preguntaron sobre la quema inminente.

Fuego por tres días

El testimonio de un soldado colonialista, recogido por el historiador español Antonio Pirala, en Anales de la guerra de Cuba, ilustra el grado de asombro con el que las tropas de Valmaseda entraron a Bayamo, tres días después de la gran combustión: «Aún habían algunas casas que eran presa de las llamas; en cambio la mayor parte ofrecían tan solo las cenizas aún calientes del incendio o los ruinosos escombros del desplome. Seguimos avanzando lentamente, un silencio sepulcral cerraba los labios de todo el mundo, todos pensábamos, contemplábamos las puertas de las casas en el suelo (...). ¿Qué se habrán hecho, nos decíamos unos a otros, las dos mil familias que habitaban este pueblo? ¿A dónde están los enfermos, los ancianos y los niños? Horror causa la respuesta» (sic).

Lo cierto es que el fuego devoró prácticamente toda la papelería, más del 80 por ciento de las moradas, los comercios, templos… instituciones y que la ciudad demoró varias décadas en crecer nuevamente.

«En 25 calles menos pobladas todas las casas fueron destruidas; en las arterias principales las afectaciones fundamentales se localizaban en las denominadas del Ángel, con 97 casas destruidas de 101 existentes, Pedro Mártir: 74 de 78, Santo Domingo: 139 de 148, Plaza Isabel II: sus 12 fincas urbanas en ruinas, San José: 50 de 50 destruidas, del Cristo: 72 en ruinas de 79 y de la Caridad: 58 de 66», escribió en el libro Fuego y ocaso la historiadora bayamesa Idelmis Mari para describir la destrucción generada por las llamas.

Por su parte, otro historiador local, José Carbonel Alard, ya fallecido, expresó en entrevista concedida hace años a JR que no se sabe cuántos bayameses perdieron la vida en la manigua, en los potreros o montañas. Unos fallecieron por las enfermedades y muchos por la saña de los españoles, cuya expresión más feroz fue la Creciente de Valmaseda, campaña de exterminio que duró más de 20 meses.

«Debemos seguir estudiando la diáspora producida después del 12 de enero de 1869, profundizar en qué sucedió con las familias que se separaron en los campos, con las que retornaron a las ruinas de la ciudad y con las que emigraron a otras zonas del país o al exterior», ha dicho reiteradamente la socióloga Diurkis Yarenis Madrigal, autora de la monografía La ciudad incendiada en Cuba colonial.

En ese texto ella compiló ejemplos de las vicisitudes vividas por muchas familias en los montes, en los cuales tuvieron que acudir a numerosos inventos para alimentarse, vestir, alumbrarse y subsistir.

La investigadora cita el diario del coronel insurrecto Benjamín Rodríguez: «Los recursos de alimentación estaban muy escasos y muchos días los pasábamos comiendo cañas y carne de jutía sin sal (...), salí en marcha para Jiguaní (...), nos desayunamos con unos panales de miel de abeja y un sancocho de yerba mora, hojas de calabazas y retoño de bejuco de boniatos».

Rodríguez también expone que las noches eran oscuras y «las mujeres podían hacer velas con pábilo de jagüey, cuyas mechas daban buen resultado (...); muchas veces los vi vestidos con cáscaras de jagüey o guacacoa, de cuyas cáscaras machacadas hacían camisas, pantalones, hamacas y frazadas».

Varias familias, golpeadas por las enfermedades, se vieron obligadas a retornar y a instalarse en espacios reducidos. La conocida patriota Luz Vázquez, la mujer que inspiró la canción La Bayamesa, tuvo que vivir a su retorno en la cochera de su casa, única pieza que quedó en pie tras el incendio. Allí falleció su hija, Adriana del Castillo, una hermosa joven que aun gravemente enferma no quiso dejarse atender por un médico español radicado en la ciudad en ruinas.

Volver a empezar

Pese a tantas penurias, miles de bayameses no se arrepintieron de lo que hicieron. Sabían que el acontecimiento demostraría hasta qué punto estaban decididos a llegar los libertadores para lograr la independencia.

Basta leer un fragmento de la carta del general Donato Mármol a su madre luego de la quema gloriosa para percatarnos del orgullo que sintieron aquellos patriotas al convertir la ciudad en cenizas. «He tenido la gloria de pegarle fuego a tu casa», le escribía él.

Pero si impresionante es esa oración, recogida por el patricio Fernando Figueredo Socarrás en el libro La toma de Bayamo, mucho más conmovedor fue el comentario de la progenitora, María Clotilde Tamayo Cisnero, cuando años después le enseñó la carta de su hijo a un patriota. En sus palabras puede resumirse el espíritu admirable de aquella generación: «En la guerra cubana he perdido toda mi fortuna, y más que mi fortuna, mis siete hijos, y nietos adorados. Pero si fuere preciso volvería a empezar».