Las caras del poder
Ciertas caras del poder son puro “pollito”. El poder como dominación, la capacidad de mandar a los demás, es un manjar. ¿Quién no va a sentirse más inteligente, más fuerte y hasta más guapo o guapa cuando puede dar órdenes a otros y, si estas no son obedecidas, castigar a los rebeldes?
Muy ligada a esta rica cara del poder está otra: los atributos simbólicos. Estos envían señales a los demás de que el gallo más gallo entró en el corral y que todo el mundo tome nota. En efecto, las personas poderosas (política o económicamente) viven rodeadas de ostentosas burbujas sociales, diseñadas para recordar a todos quién manda, cargadas de pompa y circunstancia, lujo, servidumbre y lacayos al cuidado de que nada moleste “al gran jefe”.
A lo largo de la historia, son muchos los ejemplos de personas que ejercieron el poder solo en esas dos caras, como dominación y símbolo. Son las más hedonistas y fáciles de practicar: cualquier persona ordinaria es capaz de dar órdenes y vivir del fatuo.
El asunto se complica cuando exploramos otras facetas del poder que requieren ciertas cualidades para ejercerlas, lo que Maquiavelo llamaba “virtú”. Por ejemplo, el poder es también un mecanismo de coordinación social para lograr fines comunes a una colectividad. Si la persona poderosa no tiene una visión para esa colectividad, si esa visión se limita a crear o preservar privilegios para ella y su casta o clase social, o si le cuesta tomar decisiones, el poder hará que, con el tiempo, los problemas de una sociedad se agraven y, quizá, hasta fomente rebeliones.
Finalmente, hay una faceta específicamente democrática del poder: el mando como responsabilidad. Si bien esta noción ha estado presente de alguna forma en todo sistema social (en el feudalismo, los reyes tenían obligaciones ante sus vasallos), en la democracia esa responsabilidad se codifica en el principio de la subordinación del poder a la ley y en los derechos a la petición y rendición de cuentas. Y aquí es donde la chancha tuerce el rabo porque a mucho poderoso le cuesta sentarse en el banquillo del escrutinio público a explicar sus decisiones. Entonces afloran los “no me acuerdo”, “todo es una persecución”, los gestos impacientes y las evasivas. Y es que el poder como responsabilidad requiere coraje y valentía, atributos raros como piedras preciosas, para tomar decisiones y dar la cara por ellas.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.