La historia no tiene guion
Más allá de la fortaleza del peso, del aumento de los salarios mínimos, más allá de la construcción de una refinería, un aeropuerto y un circuito ferroviario en el sur del país, es un hecho que el gobierno de López Obrador ha intentado hacerse del control del instituto electoral y de la Suprema Corte de Justicia. Se le pueden, y se le deben, reconocer algunos méritos a su gobierno. Pero no debemos perder de vista lo central: el propósito de López Obrador y su partido es cancelar la democracia mexicana —al volver hegemónico el control de Morena en las gubernaturas y el Congreso— y limitar las libertades adquiridas, de ahí su empeño en controlar el último dique que lo contiene: el máximo órgano de la justicia en México.
Muchas personas no ven mal este panorama, por eso apoyan el continuismo que ofrece Claudia Sheinbaum. Todas las gubernaturas, el control del Congreso, la supeditación del Ejército, el uso faccioso de los aparatos de justicia, la complicidad con el crimen organizado, todo eso ya lo vivimos antes. ¿A qué se parece esto? Por supuesto, se parece al PRI.
Morena ha resultado ser tan corrupta como el PRI. Tiene tan poco respeto por las leyes como el PRI. Tiene el mismo modelo presidencialista que el PRI. Como el PRI, se vale del clientelismo político como su principal instrumento de control electoral. Como el PRI, su ideología grosso modo es el nacionalismo revolucionario.
El PRI no propició un sistema democrático, fue más bien una “monarquía sexenal”, para decirlo con Daniel Cosío Villegas. El presidente puede hacer lo que le venga en gana por seis años. Puede utilizar el Palacio Nacional como su casa, restaurando el nocivo patrimonialismo. Permite la corrupción de su círculo más cercano, familiar y amistoso. A cambio de su lealtad, tolera el enriquecimiento desmedido de empresarios aliados, como Carlos Slim. Con prebendas y contratos para la cúpula militar, tiene sometido al Ejército. Como el PRI, el presente gobierno ha llegado a un inconfesable acuerdo de convivencia con el crimen organizado.
López Obrador no condujo a México por el rumbo de Venezuela y Cuba, como algunos temíamos, firmó el TLC que mantiene a flote la economía. Lo que sí hizo fue retroceder al país hasta los tiempos del Revolucionario Institucional. A los tiempos del PRI del “carro completo”. Del PRI que controlaba el aparato electoral. Los tiempos del Congreso y sus diputados levantadedos. El PRI de ¿qué horas son? Las que usted diga, señor presidente.
Se me podrá objetar que el PRI fue sobre todo creador de instituciones, y que Morena, en cambio, se ha distinguido por mandarlas al diablo. López Obrador reconstituyó nuestra mayor institución, la central: el presidencialismo mexicano, que fue perdiendo peso desde Zedillo hasta el pusilánime Peña Nieto, cuyos intereses se centraban en el golf y las golfas.
Todas las tardes que pasa en la Ciudad de México, López Obrador camina hasta un patio de Palacio Nacional. Se planta en el centro y grita: “Buenas tardes”. Un centenar de soldados le responde: “Buenas tardes, señor presidente”. Las voces militares retumban en el ego de López Obrador y lo alimentan.
Casi trescientos años duró la estabilidad política en la Nueva España (matriz del pensamiento cultural y político mexicano, basada en un sistema autoritario y centralista), a la que siguió casi un siglo —el XIX— de luchas por el poder. El gobierno de Porfirio Díaz reimpuso el orden a través de un gobierno igualmente centralista y autoritario, que terminó abruptamente y dio paso a diez años de Revolución. El PRI (primero PNR) volvió a poner en práctica un sistema autoritario, centralista y antidemocrático. Setenta años conservó el poder. Nos guste o no, ese es el modelo de gobierno que la mayoría de los mexicanos prefiere, de más hondas raíces. Los otros, los periodos democráticos (la República restaurada en el siglo XIX, el breve periodo maderista y el periodo de la transición 1997-2018) han sido más bien paréntesis en la larga noche del autoritarismo mexicano.
Cuando en 2017 se levantaron diversas encuestas (Latinobarómetro y la del INE) para conocer el estado de salud de la democracia mexicana, se pudo ver que el aprecio por este sistema había disminuido y que la gente se pronunciaba por un gobierno fuerte que desenredara la madeja en que se había convertido el Congreso pluralista. Todo estaba listo para el regreso de ese sistema cerrado. El “priista que los mexicanos llevamos dentro” respondió al llamado. Volvió el río a su cauce. Regresó el PRI con otro nombre: Morena. Otro monarca sexenal: López Obrador.
Afortunadamente, el fatalismo es una corriente muy fuerte, pero no la única. Se puede —se debe—luchar contra los modelos establecidos en busca de la modernidad, la libertad y el respeto a la ley. La historia no tiene guion. Tres han sido las transformaciones democráticas en México. Es posible que una Cuarta Transformación democrática desplace a la falsa transformación morenista, autoritaria, centralista y profundamente antidemocrática.