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Tauromaquia, rito y razón

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Abc.es 
Estar en contra de la tauromaquia es ciertamente respetable, pero no es nada moderno. Ya en el pasado un Papa la condenó, unos reyes la prohibieron y varias olas de censura intelectual se han ensañado con ella. Está claro que tiene una fuerza transgresora que sacude desde siglos los cimientos de lo que se ha considerado en cada época, por la autoridad de turno, como la ortodoxia social y moral. Sin embargo, a pesar de estos intentos para acabar con ella, hasta el momento siempre ha salido adelante. ¿A qué debe su vigor? Al hecho, creo yo, de que sin renunciar al fundamento de su rito, inmergido en las raíces milenarias de la civilización mediterránea, ha sabido mantener su línea constante de progreso en relación con lo que exigía el tiempo. Fue un torneo caballeresco para exaltar virtudes aristocráticas, pero cada vez más, avanzando en el tiempo, una función donde unos plebeyos pudieron hacer admirar, frente a un animal temible, su valor y habilidad a la vista de todos, conquistando, al final del siglo XVIII, el derecho de ser protagonistas y de llevar espada para consumar la suerte suprema, privilegio reservado antes a los nobles. En este siglo ilustrado se racionaliza el desarrollo del festejo taurino, y de su arte, con los tratados de Pepe Hillo (1796) y más delante de Francisco Montes Paquiro (1836). Desde los albores de esta nueva era de la tauromaquia los elementos básicos de su estética se hacen presentes: la preocupación por el temple con Pedro Romero, la soltura y la gracia con Pepe Hillo, con Cúchares el uso de la muleta para dibujar pases. En las generaciones siguientes se consagran unas figuras geniales que descubren y marcan nuevos eslabones para el perfeccionamiento del arte del toreo; Joselito y Belmonte, por supuesto, pero también Chicuelo, Manolete, Paco Ojeda, hasta llegar a Morante de la Puebla, que bebe de todas estas fuentes y las integra en un clasicismo que es como la síntesis armoniosa de todas ellas. Si tuviéramos que dar un nombre a cada uno de estos eslabones artísticos, hablaríamos de quietud, aguante de las embestidas, inmovilidad de los pies, toreo sobre los brazos y en redondo, alargando sus trazos y el trayecto del toro conducido por la tela, ligazón de los pases para acrecentar la emoción de su belleza. A diferencia del resto de Europa, la Península Ibérica ha tenido la suerte de mantener en sus vastos espacios de bosques y dehesas los toros salvajes, venidos del Oriente y de África; esos animales eminentemente ecológicos, que viven en la libertad del campo, con intervenciones del hombre reducidas a lo mínimo. Sin embargo, para que las cualidades de su bravura se adapten a las aspiraciones de un arte taurino en constante evolución, los ganaderos han ido elaborando un esmerado trabajo de selección, centrado en particular en las hembras, futuras madres. Sea dicho de paso: por cada toro de lidia criado en la dehesa viven tres animales bravos no destinados a las plazas, y la duración de vida de ese toro es de cuatro o cinco años, mientras la de cualquier bovino de carne es de ocho a treinta y seis meses. Al fin y al cabo, la bravura del toro, hoy en día, ha terminado por ser una obra maestra, producto de un maridaje excepcional entre la naturaleza –el origen fiero del animal– y la cultura –la selección operada por el ganadero. En ese ritual de la tauromaquia se trata , básicamente, de conseguir, por los recursos del valor, inteligencia y arte del torero, el dominio de un animal fiero e indómito, y de conducirlo hasta la muerte por las tres etapas o tercios de la función. El ritual celebra, de forma simbólica, la victoria –¡temporal!–, por los recursos del hombre, de la vida y del espíritu sobre la amenaza de la muerte representada por el toro, y celebra también el dominio sobre la naturaleza. En este caso, para dominar, la fuerza no sirve de nada. Es imprescindible entenderse con el animal, ponerse en armonía con él. Este es el gran misterio del toreo: que un ser racional consiga acoplarse con un ser irracional y lo haga colaborar en la obra que se está realizando en el ruedo. Claro, hay que enfrentarse entonces a esa pregunta: ¿por qué, después de este juego de seducción, hay que dar muerte al toro en la plaza? Atrevámonos de momento a tres explicaciones escuetas: la tauromaquia es la herencia o un avatar de ritos antiguos en toda la cuenca mediterránea, donde el sacrificio del toro se efectuaba para apoderarse de su potencia vital. La novedad, aquí, es que en esa suerte suprema de la estocada el matador o sacrificador corre el mayor peligro de convertirse en víctima a su vez, pues esa suerte es la más arriesgada para él, lo que queda evidenciado por numerosas muertes de toreros al efectuarla, y lo que consagra la dignidad ética de ese rito. El toro muere en plena lidia, superando el dolor por su instinto y su situación de lucha, evitando el estrés que conlleva un final en el matadero. Los toreros confiesan su repugnancia al pensar que un animal tan noble y respetado pueda terminar así, y que no puedan acompañarle en este último trance. En la corrida todo se hace de verdad, pero todo es también ceremonia y representación, en el protocolo de la función y en cada gesto de los hombres vestidos de luces. Obligados al silencio hablan con su cuerpo, subrayando de cara al público y con el código de sus señas –como en un teatro sin palabras– la importancia de lo que están realizando en el instante. De hecho, la belleza plasmada en el ruedo suscita una emoción tanto más intensa cuanto que es frágil, efímera e irrepetible. Depende de momentos y encuentros, más que todo de los del toro y el torero. Por eso el arte del toreo trata de dar consistencia a lo que no la tiene de por sí, con el temple alargando en lo posible el tiempo de los pases hasta darles un perfume de eternidad. No hay nada más conmovedor que esa búsqueda de la perfección dentro de los límites de lo humano. Y ahí, el público en la plaza nunca es mero espectador. Con sus emociones y sus reacciones es el coro y la orquesta que confieren su tonalidad particular a la elaboración de la obra. Al lado del torero y del toro los aficionados juegan su papel, que es imprescindible. Por eso la tauromaquia es más que todo un arte del pueblo.