La Navidad como puntal del sistema especista
La industria cárnica entiende bien el potencial de la Navidad. No solo incrementa su producción en estas fechas, sino que despliega una intensa campaña simbólica destinada a asociar el consumo de cuerpos animales con valores como la unión, la alegría o la familia. La carne deja de ser lo que es —el resultado de una violencia sistemática— para convertirse en un lenguaje emocional compartido
Cada año, la Navidad se presenta como un paréntesis de calidez, un tiempo suspendido dedicado al encuentro y al cuidado. Sin embargo, bajo esa apariencia de consenso emocional se activa uno de los dispositivos culturales más eficaces del sistema capitalista y especista. Lejos de ser neutral, la Navidad funciona como una maquinaria de legitimación que naturaliza la violencia, desactiva la crítica y convierte el sufrimiento en tradición.
La industria cárnica entiende bien este potencial. No solo incrementa su producción en estas fechas, sino que despliega una intensa campaña simbólica destinada a asociar el consumo de cuerpos animales con valores como la unión, la alegría o la familia. La carne deja de ser lo que es —el resultado de una violencia sistemática— para convertirse en un lenguaje emocional compartido.
Neutralidad, propaganda y despolitización
El anuncio de Navidad de Campofrío de 2025 es un ejemplo paradigmático de esta operación. La elección de Ana Rosa Quintana como rostro de una campaña que se posiciona “contra la polarización” no es un gesto ingenuo ni provocador, sino profundamente coherente con el mensaje que se quiere transmitir. Se trata de una figura central en la normalización de discursos reaccionarios en el Estado español, presentada ahora como voz autorizada de la concordia, del equilibrio y del sentido común.
El discurso contra la polarización no busca resolver conflictos reales, sino redefinirlos. No se cuestiona la explotación, sino la incomodidad que genera señalarla. La polarización que se denuncia no es la que produce la industria cárnica al basarse en la muerte sistemática de animales no humanos, ni la que provoca al precarizar y desgastar a miles de trabajadoras, sino la que emerge cuando alguien se atreve a poner estas violencias en palabras.
La Navidad actúa aquí como una coartada perfecta. Al tratarse de un momento cargado de emotividad y de mandato de armonía, cualquier crítica puede ser tachada de inoportuna, exagerada o fuera de lugar. No se pide adhesión explícita al modelo productivo, sino algo más eficaz: silencio, contención, autocensura. Se invita a rebajar el tono, a no incomodar, a dejar las preguntas para más adelante.
Esta apelación a la neutralidad no es inocente. Funciona como una herramienta de disciplinamiento que permite tapar el sufrimiento que sostiene el sistema. Bajo la promesa de unidad se exige obediencia; bajo la llamada al consenso se ocultan jerarquías y violencias. La propaganda de la industria cárnica no se limita a vender productos: construye un marco emocional en el que la explotación resulta no solo aceptable, sino invisible.
En ese marco, los animales desaparecen como sujetos. Sus cuerpos se transforman en símbolos de celebración, en tradición compartida, en nostalgia. El sufrimiento que precede a su muerte queda cuidadosamente fuera del encuadre. Pero tampoco aparecen las condiciones laborales que permiten que esa carne llegue a la mesa: jornadas interminables, ritmos extenuantes, cuerpos humanos igualmente tratados como piezas reemplazables de una cadena productiva que no puede detenerse.
La despolitización cumple así una doble función. Por un lado, neutraliza cualquier cuestionamiento ético del consumo de animales, presentándolo como una cuestión de gustos personales o de respeto a la tradición. Por otro, borra del relato a las trabajadoras que sostienen la industria en condiciones de extrema precariedad. Ambas violencias se refuerzan mutuamente y necesitan permanecer ocultas para que la fiesta funcione.
La Navidad, convertida en espectáculo de consenso, permite que todo esto ocurra sin ruido. La propaganda no grita; susurra. No impone; seduce. Es precisamente por eso por lo que resulta tan eficaz como herramienta de disciplinamiento social.
Celebrar sobre cuerpos animales
La base material de esta celebración es brutal. Millones de animales no humanos son criados, explotados y sacrificados para sostener el imaginario navideño. La intensificación del consumo en estas fechas acelera los ritmos de producción y multiplica las matanzas. No se trata de un exceso puntual, sino de un momento de máxima actividad de un sistema ya de por sí violento.
La industria cárnica ha logrado que esta realidad resulte casi impensable durante las fiestas. Los animales desaparecen del relato justo cuando más presentes están en los platos. Se convierten en tradición, en nostalgia, en costumbre incuestionable. Negar su condición de víctimas es lo que permite que su muerte no perturbe la celebración.
Esta violencia no es un efecto colateral: es la condición de posibilidad de la Navidad tal y como hoy se celebra. Sin cuerpos animales disponibles en masa, baratos y reemplazables, no habría mesas rebosantes ni anuncios emotivos.
Anestesia moral y crisis climática
La violencia que la industria cárnica ejerce sobre los cuerpos no humanos no queda confinada al matadero; se extiende hasta alterar los equilibrios mismos del planeta. La producción animal contribuye de forma significativa a las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Según las últimas estimaciones, la ganadería y sus cadenas de suministro —incluyendo fermentación entérica, manejo de estiércol, producción de piensos y uso del suelo— generan alrededor de 7,1 gigatoneladas de CO₂ equivalente al año, lo que representa aproximadamente un 14,5 % de las emisiones antropogénicas totales a nivel mundial.
Lo más preocupante es que esta contribución climática no se discute con la urgencia que requiere. El propio sector de la alimentación y el clima —que incluye agricultura, uso de la tierra y ganadería— sigue siendo un gran emisor global con 16,2 Gt CO₂eq al año, una cifra que apenas ha disminuido en las últimas décadas y que representa casi un tercio de las emisiones ligadas a los alimentos en su conjunto.
Y mientras los registros de gases como el CO₂ alcanzan niveles históricos, con aumentos interanuales récord en la atmósfera, pocos medios o discursos dominantes conectan esta realidad con lo que ocurre en los campos, las granjas industriales y, de forma muy directa, en nuestras mesas. Es entendible dentro de las lógicas de las grandes corporaciones de comunicación, ninguna quiere quedarse sin el montante correspondiente a la emisión del anuncio de Campofrío de cada Navidad.
Esta desconexión no es inofensiva: permite que la celebración navideña se presente como un momento de calma en el que no se deben cuestionar las raíces del calentamiento global ni las prácticas que lo alimentan. Pero mirar hacia otro lado no frena la crisis climática; la acelera.
Romper el hechizo
Romper el hechizo navideño no es negar la importancia de los afectos o el deseo de encontrarnos, sino negarse a aceptar que estos afectos deban sostenerse sobre la destrucción del clima, sobre la muerte insuficiente de animales no humanos o sobre la precarización de trabajadores y trabajadoras. No es suficiente pensar individualmente. La acción colectiva es la única forma de disputar esta narrativa hegemónica que convierte la explotación en tradición y la violencia estructural en “normalidad”.
No callar frente a estas injusticias implica:
- Abrir conversaciones incómodas en espacios que se venden como apolíticos, pero que están impregnados de lógica capitalista, patriarcal, racista y especista.
- Confrontar silencios familiares y mediáticos que defienden el statu quo.
- Construir prácticas compartidas que cuestionen las bases materiales y simbólicas de nuestras celebraciones.
La crítica no debe quedarse en el terreno de las ideas: debe traducirse en acción organizada. Desde apoyar luchas laborales invisibilizadas, hasta desafiar la propaganda que encubre la explotación, pasando por generar redes de cuidado y solidaridad que no dependan de la violencia. Cada vez que alguien nombra el sufrimiento que otros siluetean, se debilita la narrativa dominante.
El sistema que nos exige silencio se alimenta de nuestra fragmentación. Solo cuando actuemos de forma colectiva —favoreciendo alianzas entre movimientos climáticos, antirracistas, feministas, antiespecistas y de clase— podremos comenzar a desmantelar los pilares de un modelo que convierte cualquier celebración en una forma de violencia normalizada.
Y si algo debe quedar claro es esto: mientras haya fiestas celebradas sobre cuerpos explotados y sobre un planeta calentándose a límites históricos, ninguna tradición puede justificar el silencio frente a la injusticia.
Romper la fiesta es, entonces, un acto de resistencia. Y solo juntas, organizadas y conscientes, podremos hacer que ninguna celebración vuelva a construirse sobre la explotación y el sufrimiento que hoy se nos pide aceptar como inevitable.
