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Simon Rattle con la BRSO, entre el cielo de Bruckner y el fuego de Stravinski

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La temporada 2023/24 inauguró una nueva edad de oro en Múnich: la llegada de Sir Simon Rattle al frente de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera (BRSO). Pocas veces un relevo artístico ha sonado tan natural. Tras una dinastía de nombres mayúsculos -Jochum, Kubelík, Davis, Maazel, Jansons-, el británico hereda un conjunto afinado al milímetro y considerado entre los mejores del continente. La BRSO, fundada en 1949, mantiene la precisión bávara sin perder el vuelo poético. Rattle evita los excesos expresivos y hay en su batuta un sentido del detalle que nunca destruye el pulso general, algo que quizás aprendió de Wand y Abbado, pero que él administra con flexibilidad equilibrada. Más que imponer cambios, ha optado por ofrecer su visión: rigor sin rigidez, inteligencia sin presunción. Lo suyo no es deslumbrar, sino convencer.

El primer programa de los dos de su presentación en Madrid, dentro del ciclo de Ibermúsica, tenía intención programática: Bruckner y Janáček, dos visiones opuestas del espíritu, una ascendente y otra desgarrada. La Séptima Sinfonía de Bruckner, escrita bajo el presagio de la muerte de Wagner, sonó como un réquiem esperanzado. “Por fin me han comprendido”, decía el austríaco; y esta interpretación pareció darle la razón. Rattle dirigió de memoria, sin partitura, pendiente de la narración más que de la métrica. Los tempi fluyeron ligereza -una hora justa, en vez de los setenta y tantos minutos de otros- sin las solemnidades eclesiásticas de un Celibidache. El Adagio, corazón de la partitura, resultó de una pureza que cortaba la respiración. 19 minutos de oración y fuego contenidos, culminados por el célebre estallido de platillos y triángulo y las tubas wagnerianas sonando casi con misticismo.

Antes del intermedio, Janáček aportó la otra cara. En Taras Bulba, Rattle y su orquesta desplegaron toda una paleta de colores: maderas fabulosas, percusión exacta, arpa insinuante, una orquesta tronando con elegancia. En el clímax, los metales sonaron con precisión quirúrgica. El relato de Gogol -ese padre que asesina a sus hijos para salvar el honor- se llenó de humanidad y hasta casi de ternura y el público, consciente de estar ante algo más que virtuosismo, respondió con esa mezcla de entusiasmo y alivio que se produce ante una partitura desconocida, y no fácil, a su término.

El concertino Anton Barakhovsky lo ha resumido en una entrevista reciente con ironía y admiración: “Todo es intenso, pero nunca pesado”. Lo que en otro sonaría a cumplido, aquí es pura verdad: Rattle convierte los detalles en sustancia. “Hace importantes las pequeñas cosas”, afirmó el violinista, y efectivamente es así. En el Schumann de Rattle pesa más la arquitectura que su contenido romántico. En su Segunda Sinfonía no hay patetismos: la fanfarria inicial es frágil; el Scherzo, endiablado pero elegante; el Adagio, puro consuelo. La orquesta respiró con todos a una. No hay sobredosis, sino claridad y también emoción. El resultado es un Schumann que, como diría el propio Rattle, “curaría al Romanticismo de sus excesos”.

Y entonces llegó Stravinski, El pájaro de fuego en versión completa y no en suite reducida a la mitad. Pocos se atreven a recorrer esa jungla orquestal que no cabía en el escenario -8 contrabajos y tres arpas como ejemplo- e incluso con trompetas en los laterales del anfiteatro Rattle la aborda como si fuera una sinfonía. ¡Cuánto dinero costará traer una agrupación de estas dimensiones! Es lo que más encajaba con el temperamento de Rattle de sendos programas, dada su capacidad para las arquitecturas. La Danza infernal estalla con demoníaca precisión, seguida de un pianissimo de otro mundo, casi inaudible, antes del apoteósico final. Cuerdas admirables como diamantes, vientos en perfecto diálogo, formidable fagot, flauta y especialmente clarinete y trompa. Posiblemente no volvamos a escuchar otro Pájaro de fuego igual, porque esta vez el fuego, en vez de destruir, purificó.

Y así, entre el rezo bruckneriano, el drama moravo, el consuelo schumanniano y el infierno de Stravinski, la BRSO se nos mostró como esa orquesta que una revista inglesa ha calificado como la “tercera mejor de Europa”. Si Jansons era elegancia severa, Rattle es inteligencia luminosa. Múnich ha ganado algo más que un director: ha ganado una idea de la música como acto de comunión entre orquesta y director. Porque, al fin y al cabo, el secreto de Rattle no está en el gesto ni en la memoria prodigiosa -como aquella del malogrado Miguél Ángel Gómez Martínez- que le permite prescindir de la partitura, sino en la forma en que transmite una mezcla de rigor y humanidad. El poder del director moderno no pasa por la imposición, sino por el contagio. Sonríe, exige, convence. Tras décadas de gestos autoritarios, la orquesta bávara ha encontrado a su lider benévolo. El público, parte de cuyos abonados se habían resistido a acudir a Bruckner y Janáček, salió entusiasmado y sólo le amansó la suave propina de Pelleas y Melisande. No podía ser de otra forma. ¡Bravo!