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Октябрь
2025

Isaac, el alma de Lady Pepa

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Abc.es 
Hace pocos años que nos dejó, pero la sombra de Isaac sigue paseando por la calle de San Lorenzo y el Hipódromo de la Zarzuela. Tenía un aspecto valle-inclanesco, flaco, de tanto caminar entre las mesas de ese café teatro que abrió en Madrid a finales de los sesenta y que cerró durante la pandemia. Isaac no era el dueño, pero sí uno de los motivos para volver. El ritual de Lady Pepa era sencillo: uno llamaba a la puerta y, de pronto, una pequeña abertura te preguntaba qué narices querías. «Vengo a comer espaguetis, Isaac». Esa era la clave. Tras comprobar desde su mirilla que no se trataba de un grupo de borrachos ni de tarados problemáticos, Isaac abría la puerta que te llevaba directamente a una escalera donde empezaba todo. Aquel Madrid no tenía prisa por acostarse. Los parroquianos iban a comerse unos espaguetis, unos callos, unas lentejas, una fabada o una tabla de embutidos, y a seguir con su noche a su modo: tripa llena y una copa más. Porque en Lady Pepa nunca se tomaba «la última», sino la anterior… y quizá las siguientes. El salón era rectangular, con dos líneas de sofás pegadas a la pared que miraban hacia un pequeño escenario donde muy pocos tenían el coraje de tocar. De Sabina a Enrique Urquijo, de Luis Ciges a Jorge Berlanga, de García Alix a Ceesepe, en Lady Pepa se empapó la cogorza lo más granado de ese Madrid que no tenía complejo en ser un lobo nocturno. El escenario tenía un piano, y algún valiente se sentaba para amenizar la velada del resto, pero más le valía afinar: si alguien tocaba mal, Isaac le levantaba del asiento y lo facturaba del garito por dos razones fundamentales —decía él mismo—: la primera, por tocar mal; la segunda, por ser un coñazo. Porque en Lady Pepa había un respeto reverencial por Isaac y por la norma no escrita de no ser el típico borrachín que daba la lata a partir de las cinco de la mañana. El horario del garito era curioso: de doce de la noche a ocho de la mañana. Esas horas en las que las calles se habitaban por quienes no querían salir, sino que se negaban a volver a entrar; los que gastaban su vida entre el humo, las copas de tubo y las notas musicales que sonaban mientras el escenario permanecía vacío. A mí me gustaba charlar con Isaac. Lo hacíamos en la pequeña barra que precedía al salón. Me hablaba de caballos, de carreras, de pura sangre inglés y de cómo había cambiado Madrid cuando Franco estiró la pata. Me enseñó el camerino al que se accedía desde la parte derecha del escenario, donde una vez Lenny Kravitz se acojonó porque Joselín Vargas y los suyos le daban mil vueltas tocando el cajón; o aquel día en que Antonio Vega estuvo sentado escribiendo en cinco servilletas de papel una letra que no sabemos si llegó a ser canción. Ese halo que cubría el cielo de Lady Pepa era, en realidad, el techo de Isaac, porque ningún otro maître del Madrid de entonces tenía la cintura ni la naturalidad de tratar a todos por igual, por muy distintos que fueran. En Lady Pepa se mezclaban nobles y mangantes, cantantes y escritores, camellos y parejas, actores, artistas, gatos y folclóricas que no pensaban irse a la cama por muy tarde que fuera. Y es muy posible que Isaac tuviera un poco de todos ellos. Solo así se entiende el éxito discreto, pero constante, que tuvo siempre en la ciudad. Muchos habían oído hablar del lugar; muchos otros lo desconocían por completo. Pero, para quienes conocíamos bien Madrid, ir a Lady Pepa y ver a Isaac era más que un plan: era una parada obligada. Después de la pandemia, Lady Pepa no resistió más. Muy posiblemente porque Isaac dejó de preguntar en la puerta aquello de «¿qué coño quieren?». Y es muy posible que Madrid se muriera un poco con él. Ahora paso caminando por delante de Lady Pepa y no puedo dejar de pensar en aquel tipo flaco, de bigote y pelo blanco que hizo de aquel lugar una parada obligada para todos los que siempre pensaron que era pronto para volver a casa y que, de hacerlo, qué mejor manera de llegar ya cenados.