Pedro Grández: El rostro visible del Estado de Derecho
Pedro P. Grández Castro. Constitucionalista – Profesor Universitario
El concepto de Estado de Derecho, pese a su relevancia en las democracias contemporáneas, no es unívoco. Algunos sostienen que no se reduce al imperio de la ley, sino que comprende exigencias adicionales: leyes generales y no ad hoc, públicas, irretroactivas, y que quienes participan en su elaboración sean auténticos representantes del pueblo, elegidos en procesos limpios e imparciales. De este modo, el Estado de Derecho se vincula con la democracia como fórmula de autogobierno.
Como ha escrito el profesor J.J. Moreso, la mejor manera de entender hoy esta noción es concebirla como un concepto que articula orgánicamente el imperio de la ley, el autogobierno y la vigencia efectiva de los derechos humanos. Según su planteamiento, “la protección de los derechos humanos reclama la democracia, porque un derecho humano básico es la participación en el gobierno de todos; y reclama también el imperio de la ley, porque sin éste no hay modo de institucionalizar su protección” (Moreso, Estado de Derecho, 2019).
Esa “unidad orgánica” entre ley, democracia y derechos resulta fundamental. De este modo, la mejor manera de definir a los Estados democráticos contemporáneos es quizá como Estados institucionalizados mediante el imperio de la ley, o, dicho de otro modo, la cara visible del Estado de Derecho son las instituciones. La compleja relación entre las diversas funciones del Estado democrático sólo puede comprenderse desde esta dimensión institucional del Derecho. La ley —en su sentido más amplio, desde la Constitución— define competencias y funciones, y es en esa arquitectura donde se despliega la vida democrática una vez concluido el acto electoral. Gobernar conforme a la Constitución es, en rigor, gobernar mediante instituciones.
Por eso, los logros o fracasos del Estado de Derecho se expresan inevitablemente como éxitos o fracasos institucionales. Basta mirar nuestra historia reciente. La ofensiva parlamentaria entre 2016 y 2018, cuando las herramientas de control político se emplearon como armas de hostigamiento contra el Poder Ejecutivo, mostró cuán frágil puede volverse la legalidad cuando las instituciones se usan para fines distintos de los que la Constitución les asigna. El resultado fue evidente: el imperio de la ley se disolvió en una lucha por el poder sin reglas.
Tras las elecciones de 2021, la historia se repitió. El Jurado Nacional de Elecciones fue esta vez el blanco de ataques desde los mismos sectores que no aceptaron su derrota electoral. Hoy podemos decirlo sin ambages: ese ataque fue una afrenta a la legalidad constitucional misma. Cuando las instituciones son hostigadas o deslegitimadas por ejercer sus competencias, lo que se pone en cuestión es la propia Constitución, que es la norma que define sus funciones y procedimientos de actuación.
Hay además zonas donde el imperio de la ley parece ni siquiera haber ingresado. Las denuncias constantes sobre “trabajadores fantasmas” o contrataciones sin mérito en el Congreso revelan una especie de territorio liberado donde el Derecho se encuentra ausente. Allí no es que las instituciones fallen: es que no hay Derecho, apenas alguna simulación o apariencia. En otros espacios, el imperio de la ley se debilita por interferencias institucionales, cuando un órgano invade o anula las competencias de otro.
El reciente “Caso cocteles”, resuelto por el TC, es ilustrativo. Según la propia jurisprudencia del Tribunal, la valoración de pruebas y la determinación de culpabilidad son materias reservadas a la justicia penal. Sólo de modo excepcional, el TC ha intervenido, por lo general, luego que la justicia penal ha sentenciado y sólo cuando se acreditan violaciones manifiestas a los derechos de los procesados. Sin embargo, en esta oportunidad, la intervención del Tribunal ha cortado la posibilidad de que la justicia penal ejerza sus competencias conforme a la Constitución y la ley. Así, el imperio de la ley se ve nuevamente comprometido: una cuestión de enorme relevancia público penal —la presunta intervención empresarial en las campañas electorales— queda sustraída del conocimiento del juez natural previsto por la ley.
El imperio de la ley es un principio de formulación sencilla, pero muy complejo de poner en práctica. Requiere un entramado de instituciones sólidas, capaces de ejercer sus funciones con independencia, y de actores dispuestos a someter su voluntad a las reglas. Solo así la Constitución y la ley pueden desempeñar el papel que les corresponde: limitar el poder, incluso —y, sobre todo— el de quienes actúan en calidad de árbitros en las disputas institucionales.
Como escribió MacCormick en Instituciones del Derecho (2008): “El Derecho no es sólo un conjunto de normas, sino un entramado institucional que hace posible la convivencia civilizada”. Asumir el Estado de Derecho como un sistema complejo de competencias, procedimientos e instituciones tiene el inconveniente de la intermediación. A cambio, sin embargo, ofrece la ventaja de que incluso los ciudadanos puedan participar de una práctica colectiva, en la que el respeto a la institucionalidad define, en última instancia, los estándares de respeto al Estado de Derecho.
