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La viabilidad de la lucha contra el crimen organizado, por Manuel Rodríguez Cuadros

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Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC), el Instituto Igarapé, Insight Crime, el INEI y el Ministerio del Interior, en los últimos quince años, el Perú ha pasado de ser uno de los países con menor tasa de homicidios de América Latina a convertirse en uno de los escenarios más complejos de violencia organizada.

En 2003, la tasa de homicidios intencionales en el Perú era de entre 8 y 9 por cada 100 mil habitantes. Una de rango intermedio en la región, por debajo del promedio latinoamericano (19.6), y de países como Ecuador (46.1), Honduras (31), México (24.9) o Brasil (21.1).

Siempre en un enfoque cuantitativo, a  nivel regional y urbano, la situación es más grave. La criminalidad en La Libertad se sitúa ya entre las más altas de Sudamérica, con 30 homicidios intencionales por cada 100 mil habitantes, aunque todavía lejos de Durán (Ecuador), que registra 148, la cifra más alta del mundo, o de Cajeme (México), con 88.99. Estos datos muestran que el crimen en el Perú aún puede crecer de manera exponencial. Tiene techo. Pero, más allá de los indicadores cuantitativos, lo verdaderamente preocupante es el análisis cualitativo: la criminalidad no es solo un fenómeno delictivo, sino la expresión del colapso progresivo del Estado, de la autoridad, la legalidad y la institucionalidad.

La violencia criminal, en su configuración actual, no puede entenderse solo como una desviación de la norma, del acto o hecho ilícito. Es una forma paralela de orden y una estructura de poder que coexiste con el Estado formal: minería ilegal, tala, trata de personas, narcotráfico, extorsión y sicariato son manifestaciones de una estructura estatal  desinstitucionalizada que ha perdido control sobre los tres soportes esenciales del Estado de derecho y de la seguridad ciudadana: el monopolio de la coerción, la administración imparcial de la justicia y la legitimidad del pacto social.

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La tipología del homicidio lo confirma: el 35 % de los asesinatos se produce durante actos de extorsión o robo agravado, y el sicariato representa el 25 %. Ambos suman el 75 % de los homicidios registrados. El asesinato se ha convertido en un instrumento de negociación económica, presión o castigo, y una modalidad de ejercicio de poder. En distritos como San Juan de Lurigancho o El Agustino, las bandas ejercen control territorial, generan obediencia y controlan incluso el transporte a través de los cupos, estableciendo un sistema de autoridad alternativo al legal, basado en la violencia. Menos del 20 % de los casos de sicariato llega a sentencia. Muchos fiscales son amenazados o atacados durante los procesos.

La extorsión ha evolucionado hacia un mecanismo de recaudación coercitiva mediante el cual se impone un impuesto ilegal a la actividad privada, con frecuencia con tolerancia o complicidad de agentes policiales u otras instancias del Estado. El sistema penitenciario se ha convertido en un centro de dirección criminal. Según el INPE (2025), el 35 % de los internos pertenece a organizaciones delictivas. La superpoblación y la corrupción penitenciaria permiten la continuidad del delito.

Frente a esta violencia estructural, las respuestas del Estado han sido insuficientes, reactivas y fragmentadas. Desde 2023, el Gobierno ha declarado más de veinte estados de emergencia en Lima, Callao, Trujillo y Piura. Los resultados han sido modestos, temporales y sin continuidad.

La población vive con miedo. La sensación de inseguridad se ha instalado en la vida cotidiana. Con la proximidad del proceso electoral, es previsible que la criminalidad aumente: las organizaciones delictivas buscarán también representación política.

Por ello, la etapa de transición es decisiva, no solo para el proceso electoral, sino para el futuro del país. Su deber esencial, para asegurar elecciones limpias y democráticas, comienza por aplicar una estrategia realista, razonable, creíble y efectiva de lucha contra el crimen . Esa estrategia debe diferenciar el corto plazo —los meses previos a las elecciones- de las bases de una política de largo aliento, que corresponderá al próximo gobierno.

Es indispensable aprobar y ejecutar un Plan Operativo de Ejecución Inmediata (POEI 2025–2026) contra la criminalidad y la corrupción institucional. Este plan debería contemplar, entre otros, los siguientes objetivos y acciones prioritarias:

  1. Control territorial y rotación policial obligatoria en los diez distritos de intervención prioritaria. Rotación inmediata de mandos y efectivos; evaluación patrimonial y disciplinaria; bonificación especial por riesgo operativo; incentivos de bienestar policial; y presencia de un representante de la Defensoría del Pueblo y la Contraloría en cada comisaría.
  2. Integración y fortalecimiento de la inteligencia policial e investigación criminal, mediante la creación del Centro de Inteligencia Interinstitucional (CIC), con mando único temporal, que unifique la acción de la DIRINCRI, DIRANDRO, DIGIMIN y la Unidad de Inteligencia Financiera. El CIC  debería elaborar informes cada 72 horas para la Presidencia de la República. Parece indispensable establecer una sala de crisis para el análisis diario de extorsiones, robos y sicariato, con intercambio en tiempo real de información bancaria, telefónica y territorial. Es indispensable desplegar Operativos Territorio Seguro, con presencia conjunta de PNP, FF.AA., Ministerio Público y SUNAT, y  duplicar el número de unidades motorizadas en los veinte distritos con mayor índice de sicariato.
  3. Control financiero inmediato. Activación de protocolos Unidad Inteligencia Financiera–Policía–Fiscalía para congelar cuentas vinculadas a cobros extorsivos (pagos móviles, Yape, Plin, billeteras digitales). Prohibición de transferencias anónimas mayores a S/ 100 en zonas bajo investigación. Creación de grupos fiscales–policiales de acción inmediata contra el cobro de cupos en obras y mercados.
  4. Programa Transporte y Transportistas Seguros. Presencia policial aleatoria, visible y encubierta en unidades de transporte y paraderos ubicados en rutas con alta incidencia de extorsión o sicariato. Ejecución de intervenciones relámpago de control de identidad, registro de armas y detección de cobros ilegales, coordinadas con la Autoridad de Transporte Urbano (ATU), las municipalidades y operadores formales.
  5. Control de ingreso de bienes ilícitos en penales. Instalación de escáneres de alta precisión —personales y de carga— equivalentes a los usados en aeropuertos. Rotación del personal del INPE y aplicación de registro biométrico sincronizado con imágenes de ingreso y salida.

Un plan de esta naturaleza y alcance, pensado para el corto plazo,  supone una ejecución multisectorial, bajo un mando integrado, y contar con el apoyo técnico y de verificación de las Naciones Unidas, a través de una Misión de Cooperación Técnica Integrada y un Mecanismo de Observación Penitenciaria, como ocurre en otros países.