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El brutal ataque que Jane Goodall presenció en Gombe y cambió para siempre la ciencia

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Mama wa Sokwe, con el cabello recogido en una cola de caballo y la mochila al hombro, permanecía allí, sentada en silencio entre los árboles, procurando pasar inadvertida. Aunque aquel rincón de Gombe no era su barrio, le gustaba estar cerca, observando con atención las historias de esa pequeña comunidad y recoger los fragmentos dispersos que ahí se tejían. Conocía a casi todos los individuos por sus nombres: David, Fifi, Mike, Flo, Passion, Melissa y muchos más. Sabía sobre sus habilidades y flaquezas. Los había visto retozar, acicalarse, compartir alimentos, manipular con esmero las herramientas disponibles, preparar con cuidado sus lechos para dormir y tener sexo a hurtadillas.

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Todo indicaba que se trataba de una comunidad de individuos tranquilos, de temperamento apacible, donde las disputas eran escasas y pasajeras. Cuando surgían altercados, solían resolverse mediante la intervención de un adulto con mayor ascendencia, sin que la armonía se quebrara del todo. Mama wa Sokwe no era parte de ellos, pero los observaba con curiosidad y afecto, como quien contempla una versión de sí misma, pero libre de artificios. Desde su rincón, tejía con la mirada una crónica silenciosa, hasta que sucedió algo imprevisto.

En uno de los trillos cercanos a la comunidad de Gombe, apareció una pequeña tropa de cuatro jóvenes marchando con sigilo. Entonces todo cambió. Los individuos más grandes y fornidos de Gombe empezaron a moverse como un pelotón de predadores furtivos con la tensión de quienes cazan, acechando a ese pequeño grupo de jóvenes que pisaban terreno ajeno. No hacían ruido; solo cruzaban las miradas cargadas de algo más antiguo que el lenguaje: territorio, miedo e indignación eran los instintos que mandaban. Algunos de ellos ya estaban armados con palos.

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El ataque contra la pequeña tropa de cuatro jóvenes, liderado por el más fuerte del grupo de Gombe, fue repentino y alevoso. Los puños reventaban contra los cuerpos de los jóvenes como pesados meteoritos, acompañados de toda clase de gritos. Tres de los cuatro jóvenes se salvaron huyendo despavoridos; sin embargo, el más débil de ellos quedó atrapado entre la chusma. Estaba a merced de los agresores. Lo golpearon con furia, usando los nudillos como martillos y los palos como garrotes.

Mama wa Sokwe vio cómo el cuerpo del joven cedía, y su último aliento se deslizaba como un susurro entre las hojas. Quedó ahí quieto, ante la mirada de sus victimarios quienes lo tocaban para probar si le quedaba algún soplo de vida, como si fuera un pesado bulto puesto en el camino. Mama wa Sokwe no gritó, tampoco corrió o pidió auxilio. Solo observó paralizada con una mezcla de horror y lucidez. Aquello no era solo violencia: era una coreografía siniestra, una guerra sin nombre. No por dinero o por poder, sino por pertenencia a un territorio y la acción instintiva de “nosotros contra ellos”.

Cuando todo terminó, el grupo de Gombe se dispersó como humo sin mirar atrás. El silencio volvió, pero no era el mismo. Mama wa Sokwe salió del rincón, temblando. No conocía al joven caído, ni entendía del todo lo que había presenciado. Pero algo se había quebrado en su imaginario. Pensó en olvidar todo, pero estaba convencida de que ella también era cómplice del aterrador evento que había presenciado. Sabía que tenía que contar cada detalle de esa película de terror de la vida real, porque hay momentos en que la violencia ancestral, la que no pide permiso para entrar, debe narrarse pues deja marcas que a primera vista no se ven, pero que nunca se borran.

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Al igual que lo que vemos en la primera escena de la película 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick, donde se encarna una pelea furiosa entre antropoides que usan huesos como armas (uno de los cuales, como por arte de magia, se transforman en una sofisticada nave espacial), la historia de arriba se nutre de las descripciones reales hechas por la eminente primatóloga Jane Goodall, conocida como Mama wa Sokwe, en suajili. Ella reveló con detalle el comportamiento de los chimpancés, nuestros parientes vivientes más cercanos. En los bosques de Gombe, en Tanzania, Goodall documentó gestos, alianzas, disputas y reconciliaciones entre los chimpancés; todas reminiscencias de nuestra propia conducta, inscritas en la biología compartida de un antepasado común que vivió hace cinco millones de años.

Goodall no llegó a África como científica consagrada, sino como una joven sin título universitario, armada con cuadernos, binoculares y una convicción que no necesitaba credenciales para hacer lo que se proponía. Cuando el paleoantropólogo Louis Leakey la conoció en Kenia, él vio en esa delgada joven algo más que entusiasmo y la envió a los bosques de Gombe con una misión que parecía imposible: estudiar a los chimpancés en libertad, sin interferencias ni prejuicios.

Goodall rompió con los métodos convencionales y rígidos establecidos por los primatólogos y psicólogos sociales interesados en el comportamiento de los simios. Ella estableció su “oficina” entre las ramas de los bosques donde habitaban los chimpancés, ganándose su confianza al darles nombres propios en lugar de números y compartir, de vez en cuando, una fruta con ellos. Goodall reconoció en estos primates sus emociones, documentó sus vínculos sociales y en la década de los años sesenta, fue la primera en observar la fabricación y uso de herramientas en estos chimpancés, lo que hasta entonces se consideraba exclusivo de los humanos. Su trabajo reveló comportamientos complejos tales como alianzas políticas, crianza cooperativa, rituales de reconciliación y conflictos violentos como el descrito previamente. Goodall nunca vio una caricatura de lo humano en esos hominidos sino una historia evolutiva compartida más allá del lenguaje.

Siendo apenas una mujer veinteañera, desdeñada por sus competidores como tan solo “una joven bonita” con ínfulas, Goodall derribó mitos coreográficos y sexistas divulgados por Zuckerman y otras “autoridades” dedicadas a la psicología evolutiva sobre el comportamiento de los monos antropoides durante los años sesenta y posteriores. Estas leyendas pseudocientíficas —que inspiraron películas como King Kong y otras narrativas equivocadas, tan largas que no vale la pena recordar—, establecieron prejuicios eugenistas sobre el comportamiento humano, a los que Goodall se opuso con datos científicos y no con especulaciones.

Pero ella no se detuvo en la rigurosa observación científica. A medida que comprendía la complejidad de la vida de los chimpancés, comenzó a ver el daño que los humanos les infligían: deforestación, caza furtiva, comercio ilegal entre muchas otras. Su ciencia se transformó en conciencia. Fundó el Jane Goodall Institute en 1977, y más tarde el programa Roots & Shoots, que empodera a jóvenes en más de 70 países para actuar en favor del medio ambiente, los animales y las comunidades humanas. Su activismo no fue una desviación de la ciencia, sino su consecuencia ética.

A lo largo de su vida recibió más de cien premios internacionales, los cuales estimaba importantes en la medida en que le servían como herramienta para divulgar su mensaje sobre la conservación y la educación ambiental. Goodall entendía que no se puede proteger la vida silvestre sin justicia social. En lugar de imponer modelos de conservación, trabajó con las comunidades africanas, reconociendo sus saberes, sus vínculos con la tierra, su derecho a decidir. Nunca habló de “comunidades primitivas”; habló de culturas vivas, de memorias que no caben en los mapas coloniales. Su lucha fue por una convivencia ética entre especies y entre pueblos.

El legado de la incansable Mama wa Sokwe (la Madre de los Chimpancés) concluyó el pasado 1.º de octubre, a los 91 años, cuando murió apacible en medio de un ciclo de conferencias que realizaba, como una vela que se extingue después de haber iluminado todo lo que debía ser visto. Además de su legado escrito y oral, en la comunidad de Gombe quedan los descendientes de Flo, David Greybeard y otros chimpancés que siguen moviéndose entre las ramas, ajenos a las ceremonias humanas y al recuerdo de aquella joven de cola de caballo que se sentaba por días enteros a compartir, con la mirada y una libreta de apuntes, la vida cotidiana de nuestros parientes vivos más cercanos.