La transición energética requiere también una revolución educativa
La transición energética es, ante todo, una transición del conocimiento. No habrá sistemas eléctricos limpios, resilientes y sostenibles si no hay personas preparadas para diseñarlos, construirlos, operarlos y mejorarlos. No basta con instalar paneles solares o turbinas eólicas: se requieren científicos, ingenieros, técnicos, reguladores, emprendedores y líderes capaces de pensar distinto, de innovar y de sostener el cambio de paradigma energético que el mundo ya enfrenta.
Hoy, la demanda global de talento especializado en energías renovables, almacenamiento, electromovilidad, redes inteligentes y eficiencia energética crece a un ritmo que supera la capacidad de formación de muchas universidades. Según la Agencia Internacional de Energía, la transición energética global podría generar más de 14 millones de empleos netos para 2030, muchos de ellos altamente calificados. Esta transformación no es solo tecnológica, también es educativa.
Adicionalmente, este cambio de paradigma ofrece la oportunidad única de convertirse en un modelo de equidad e inclusión, que consiga elevar la participación de las mujeres en carreras STEM, y hacer una realidad la equidad sustantiva de género en el sector.
Afortunadamente, hay señales positivas. Cada vez más jóvenes muestran interés en carreras relacionadas con la energía, el medio ambiente y la innovación tecnológica. Buscan sentido de propósito y perciben en la transición energética una oportunidad profesional y social. Sin embargo, el entusiasmo no basta si no existen los programas académicos, los laboratorios, los incentivos a la investigación y los vínculos con el sector productivo que lo hagan realidad.
En América Latina, y particularmente en México, el rezago en este ámbito es evidente. La oferta educativa especializada es limitada y desigual entre regiones. Las universidades públicas enfrentan restricciones presupuestales y tecnológicas que les impiden mantenerse a la vanguardia. Los programas de formación suelen estar desconectados de las necesidades reales del mercado laboral energético, que evoluciona con rapidez. Y la investigación científica, salvo excepciones destacables, es escasa y con poca transferencia al sector productivo.
Mientras otras regiones del mundo avanzan en la creación de hubs de innovación energética y en la generación de conocimiento propio, América Latina sigue dependiendo de tecnología importada, de soluciones externas y de decisiones estratégicas tomadas lejos de su territorio. Esta dependencia no solo es económica, también es de soberanía tecnológica y energética.
Es urgente una estrategia nacional y regional para impulsar la formación de capital humano en energía y clima. Ello implica fortalecer la educación superior, modernizar la infraestructura científica, fomentar la cooperación universidad-industria, e incentivar la investigación aplicada en soluciones energéticas locales. Invertir en conocimiento no es un lujo, es una condición indispensable para participar activamente en la transición global.
La transición energética también se enseña, se aprende y se construye desde las aulas y los laboratorios. Formar a quienes liderarán este cambio no es responsabilidad exclusiva del sector educativo, es un compromiso colectivo de gobiernos, empresas y sociedad civil. Si queremos un futuro energético limpio y justo, necesitamos, primero, emprender una auténtica revolución educativa transformadora y disruptiva, que alcance a todos los rincones del planeta y a todas las personas por igual.