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Anunciar Presupuestos; abrir el mercado

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Pedro Sánchez ha anunciado la elaboración de unos nuevos Presupuestos. Sin sonrojarse, sin que se le escapara ni una sonrisilla floja mientras lo decía. Lo ha anunciado como si realmente se lo creyera. Y, de hecho, cabe preguntarse si su lógica ciega y opaca no le lleva realmente a creérselo.

En todo caso, su anuncio no responde a una voluntad de gobernar con seriedad ni a un compromiso con los pilares que sostienen la estabilidad del Estado. En un país que lleva más de 1.200 días sin unas cuentas actualizadas y que opera mediante prórrogas sucesivas de unos Presupuestos aprobados por un Parlamento diferente, un anuncio tardío y carente de fondo sólo sirve para poner en evidencia la degradación creciente y sin límites del ejercicio del poder al que está sometido.

Anunciar Presupuestos, en boca de Sánchez, es abrir el mercado, otra vez, para comprar su propia conservación personal.

Las prórrogas en las que vive España –presupuestarias y no presupuestarias– no son una cuestión técnica ni una consecuencia inevitable del pluralismo parlamentario, ni mucho menos es consecuencia de las fantasmagorías extremistas que el Gobierno saca del armario cada vez que le arrecian vientos malos.

Es la expresión de un modelo de poder que rehúye el deber de rendir cuentas y carece de contención. En lugar de acuerdos amplios, se imponen negociaciones opacas con minorías que desprecian el marco común.

Se fracciona el presupuesto para servir a intereses particulares, se entrega el patrimonio institucional a quienes han demostrado desprecio por la unidad y la continuidad del orden jurídico.

Los socios parlamentarios del presidente no buscan contribuir a un proyecto nacional. Operan como grupos de presión, erosionando desde dentro los equilibrios del Estado. Exigen privilegios y concesiones que rompen con los principios elementales de equidad y legalidad.

Y el Gobierno, en lugar de contener este abuso, se somete a él con una docilidad que no nace de la convicción, sino del afán de perpetuarse. Esta forma de gobernar no se limita a lo presupuestario.

Es un modo de entender el poder desligado del deber de custodiar aquello que ha dado estabilidad a España: el respeto a la legalidad, la igualdad entre territorios, la responsabilidad fiscal y la continuidad institucional. El Ejecutivo ha sustituido la previsión por el oportunismo, la estrategia por el corto plazo, y la gestión responsable por la propaganda.

La situación se agrava por las investigaciones que afectan al entorno personal del presidente. En lugar de afrontarlas con firmeza y transparencia, ha optado por convertirlas en herramienta de agitación, erosionando la confianza en las instituciones y alimentando un relato victimista que divide a la sociedad. Quien ejerce la más alta responsabilidad del Ejecutivo no puede permitirse gobernar bajo sospecha ni trivializar el control público.

El momento del anuncio, en pleno verano y sin un documento tangible, confirma la naturaleza elusiva de la maniobra. No hay contacto real con los partidos de oposición, ni voluntad de integración de visiones distintas.

Sólo hay una escenificación, cuidadosamente programada, para evitar el debate y aplazar cualquier contraste serio hasta que las condiciones sean mucho más propicias al relato oficial.

La falta de Presupuestos no es neutra. Impide actualizar partidas vitales como sanidad, educación o atención a la dependencia. Las decisiones que afectan al bienestar de los ciudadanos quedan relegadas, mientras los recursos se orientan a satisfacer alianzas coyunturales.

Se frustra cualquier intento de planificación seria, se posponen reformas estructurales, y se abandona la obligación de construir un futuro sostenible. También se deteriora la imagen exterior de España. La inestabilidad presupuestaria y la ausencia de rigor fiscal generan desconfianza entre inversores e instituciones internacionales.

El Gobierno alega flexibilidad europea, pero otros Estados, con situaciones parlamentarias complejas, han sabido encontrar soluciones, guiados por una conciencia clara del interés general y de la importancia de preservar la credibilidad institucional.

Un Presupuesto no es una herramienta contable: es una expresión de la jerarquía política de un Gobierno. Es el lugar donde se definen prioridades, donde se refleja una visión del país, donde se rinde cuentas.

Lo que aquí se ofrece es humo: ni calendario, ni garantías, ni propósito claro. Solo retórica y gestión del relato. El ejercicio presupuestario ha sido reducido a una representación vacía, entregada a intereses ajenos a la estabilidad nacional. Se sustituye el mandato por el capricho, la ley por la conveniencia, la nación por la suma de exigencias particulares.

La ausencia de un Presupuesto es el síntoma de una forma de ejercer el poder que pone en riesgo lo que nos une. Recuperar la sensatez exige más que nuevas cifras: exige una voluntad firme de restaurar el equilibrio, la mesura y el compromiso con el bien común. Esa es la tarea que está pendiente. Y su cumplimiento es inaplazable.

Frente a esta deriva, solo cabe una vuelta a lo esencial: el respeto al orden institucional, la claridad en las cuentas públicas, la defensa de lo común frente a la presión de los grupos de interés.

Gobernar no es improvisar ni complacer. Es sostener lo que generaciones anteriores levantaron con esfuerzo y sentido del deber; y hacerlo avanzar en beneficio de las generaciones siguientes.