La ayuda a morir: ¿hacia un nuevo derecho?, por Cesare Del Mastro
Por Cesare Del Mastro, profesor auxiliar de Filosofía del Departamento de Humanidades e investigador del CIUP
El 27 de mayo en la Asamblea Nacional de Francia, la parlamentaria Sandrine Rousseau defendió el derecho a la ayuda a morir. Su argumento inicial fue el siguiente. En lugar de “cerrar los ojos para no ver”, es necesario reconocer que existen “arreglos en torno al final de la vida”: médicos que desconectan a sus pacientes, personas que van a países donde la ayuda para morir es legal; hay, también, pacientes que dejan de alimentarse o se suicidan. Estas prácticas clandestinas y desesperadas revelan un vacío en la discusión pública, así como la necesidad de una recreación crítica de nuestro imaginario sobre el final de la vida.
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No obstante, como lo recuerda el filósofo Michel Foucault, para generar nuevas prácticas estos nuevos discursos son encauzados por las mismas instituciones que celebran su carácter liberador. Por ello, esta ley regula y enmarca el derecho que al mismo tiempo proclama. En efecto, para acceder a la ayuda a morir, el enfermo debe cumplir ciertas condiciones como padecer una enfermedad incurable en fase avanzada o terminal, presentar un sufrimiento físico o psicológico insoportable, y poder expresar su voluntad de manera libre y consciente.
Si bien la decisión debe ser del paciente, no depende exclusivamente de él, ya que existe un comité que autoriza o no que la persona pueda administrarse la sustancia letal, o que otro lo haga si ella no puede. Aunque etimológicamente significa “buena muerte”, se ha evitado el término “eutanasia” debido a su vínculo histórico con la eugenesia: esta ley no apunta a ningún tipo de selección. Asimismo, no se habla de “suicidio” porque saber que uno puede pedir una ayuda a morir es una condición de la serenidad y permite vivir plenamente los últimos momentos.
A pesar de estas precisiones conceptuales, ¿no se introduce con esta ley una cultura de muerte allí donde la sociedad debe promover la vida? ¿No se solicita a quien ha jurado salvaguardar la vida de sus pacientes que los ayude a morir, con lo que esta decisión tiene de irreversible? Considero, más bien, que el derecho a la ayuda a morir nos invita a pensar de otro modo las relaciones entre vida y muerte. La sociedad de la competencia para la que morir es un fracaso nos hace olvidar la necesaria imbricación entre ambas en el desgaste cotidiano del cuerpo o en el riesgo latente de contagio, así como la afirmación vital que puede encerrar la configuración del final de la propia vida.
En las antípodas del encarnizamiento terapéutico excesivo contra la voluntad de quien sufre, ¿la posibilidad de elegir sobre el propio cuerpo para acoger con lucidez lo inevitable no es acaso una manera de arrancar a la muerte algo de su carácter anónimo e involuntario? Al responder a quien solicita la ayuda a morir, reconocemos el derecho que tiene a modelar la forma que debe adquirir para ella el advenimiento del final de todos los posibles. Y por ello, precisamente, la inminencia de la muerte se vive como posibilidad final propia y singular: un último y sereno gesto de libertad.