Así funciona el cerebro de un corrupto
Cuanto mayores son las transgresiones, menor parece ser la resistencia emocional. El cerebro humano (en ausencia de patologías) tiende a resistirse al mal o, más concretamente, a ejecutar actos deshonestos. Sin embargo, en las personas reincidentes, que comienzan con pequeñas faltas y terminan cometiendo delitos graves, los mecanismos de culpabilidad, responsabilidad ética, miedo y ansiedad tienden a debilitarse progresivamente. Diversos estudios en psicología y neurociencia han documentado los procesos que pueden llevar a ciertos individuos a actuar de manera deshonesta. No se trata únicamente de factores sociales o educativos: algunos expertos señalan también la implicación de estructuras cerebrales vinculadas al sistema de recompensa.
«Existe bastante evidencia de que la deshonestidad aumenta con la repetición, lo que comienza como pequeños actos de deshonestidad puede escalar a transgresiones mayores. Es decir, expresado de un modo más simple, lo que comienza con una acción poco ética pero no muy relevante (un desvío menor de una cantidad de dinero, por ejemplo), con el tiempo puede ir acrecentándose hasta límites insospechados. No sucede siempre así, pero el riesgo existe y hay pruebas de ello», explica Tomás Bonavía, profesor de Psicología en la Universidad de Valencia
Apunta además que, «mediante resonancia magnética funcional (una técnica que permite observar la actividad del cerebro por medio de imágenes), se ha descubierto que el cerebro se adapta gradualmente al comportamiento deshonesto, reduciendo la respuesta emocional negativa y permitiendo que la deshonestidad crezca con el tiempo. En concreto, se ha encontrado que la amígdala muestra adaptación al engaño repetido, sobre todo cuando es uno mismo el que se beneficia de un acto deshonesto».
Para Bonavía «la importancia de este descubrimiento radica en que describe el mecanismo neuronal que podría sustentar este fenómeno. Mecanismo que, en suma, sería similar al de las neuronas del bulbo olfatorio que se habitúan a los olores después de múltiples exposiciones».
Desde la perspectiva neuropsicológica, existen diversos circuitos cerebrales implicados en comportamientos deshonestos o corruptos. «Por ejemplo, la corteza prefrontal dorsolateral está relacionada con funciones ejecutivas como la toma de decisiones racionales, la autorregulación, el autocontrol, la inhibición de impulsos y la evaluación de normas sociales, por lo que su implicación resulta clave en el control de conductas moralmente inapropiadas», apunta a LA RAZÓN la psicóloga Mercedes Bermejo. Por otro lado, la amígdala, tradicionalmente asociada a las emociones, y la corteza cingulada anterior, involucrada en la detección de conflictos y errores, «también juegan un papel fundamental. Estas áreas pueden activar sentimientos de malestar o culpa al valorar acciones poco éticas», añade. Asimismo, el sistema de recompensa (que incluye el núcleo accumbens y el área tegmental ventral) se activa ante la expectativa de obtener beneficios, «lo que puede fomentar decisiones deshonestas, especialmente cuando la percepción del castigo es baja», puntualiza Bermejo.
Entre la amígdala y la corteza prefrontal
Esta experta concluye que «existe un desequilibrio entre los sistemas cerebrales que regulan el juicio moral y aquellos que buscan gratificación inmediata». Y añade: «El cerebro, y en particular la corteza prefrontal, es como un músculo que conviene entrenar. Vivimos en una sociedad marcada por la inmediatez, y eso no favorece precisamente el desarrollo del autocontrol. Por eso, el entrenamiento en autorregulación y pensamiento crítico resulta fundamental».
Así, la decisión de actuar de forma deshonesta no suele ser meramente impulsiva. Según Bermejo, implica un proceso interno de valoración en el que se ponderan las consecuencias, los beneficios anticipados y los propios valores éticos.
«Las personas con un sistema de autorregulación moral más débil, menos desarrollado o entrenado, tienden a resolver el conflicto interno de forma más rápida en favor del beneficio personal, minimizando o justificando la culpa», afirma. Aunque existe un componente biológico o neurológico en estas conductas, Bermejo subraya que «no es un fenómeno puramente intrapersonal, sino el resultado de una interacción multifactorial que incluye predisposiciones personales, bases neurobiológicas, historia de aprendizaje y contexto social. Es un fenómeno multicausal».
Pendiente resbaladiza
Para el doctor en Ciencias Biomédicas Alberto de la Herrán, «un acto de corrupción ocurre cuando el llamado del sistema de recompensa es tan fuerte que ahoga la voz de la corteza prefrontal y cuando la amígdala es ignorada o, peor aún, cuando deja de responder». Ahonda también en lo que se denomina «adaptación neuronal». «Con cada acto corrupto que se repite, la respuesta de la amígdala disminuye. La alarma se vuelve cada vez más débil. Mentir se hace más fácil. La culpa se desvanece. El cerebro se acostumbra a la deshonestidad, mientras que cada nueva recompensa fortalece las vías del sistema de recompensa. Es una pendiente resbaladiza biológica que conduce a un comportamiento cada vez más corrupto».
«La corrupción no se cura, se previene –aseveran expertos en Psicología Política de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)– porque la lucha entre la reacción emocional moral y la reacción racional inmoral es probablemente intrínseca al ser humano, al menos en nuestra civilización». Para ellos, los actos corruptos suelen estar marcados por un cálculo racional entre riesgos y beneficios: «Es un proceso que todos, en mayor o menor medida, llevamos a cabo. Sin embargo, ciertos factores individuales y sociales pueden distorsionar ese cálculo». Por ejemplo, se ha observado que una persona con poder tiende a ser más desinhibida, optimista y con mayor sensación de invulnerabilidad. Asimismo, rasgos disposicionales como la impulsividad o una baja reacción emocional al riesgo pueden hacer que ese cálculo sea más imprudente o irrealista. En cuanto a las normas descriptivas (lo que ocurre en la práctica) y prescriptivas (lo que debería hacerse), estos expertos destacan que «más allá de lo que hayamos aprendido como correcto o incorrecto, influye la observación de lo que otros realmente hacen».
Respecto a los valores, desde la UAM alertan sobre la creciente influencia del materialismo, que asocian el éxito personal y la felicidad con la posesión de bienes de lujo. «Los valores se convierten en preferencias no negociables y pueden sesgar el cálculo racional de costos y beneficios».
Finalmente, subrayan la importancia de la disonancia cognitiva, es decir, el conflicto entre lo que una persona cree y lo que hace. «Este conflicto puede motivar la búsqueda de justificaciones más o menos infundadas que permiten autoconvencerse de que el acto corrupto era coherente con sus creencias». En otras palabras, la conducta puede acabar transformando la actitud.
A pesar del creciente interés por las explicaciones neurocientíficas, los expertos de la UAM se muestran cautelosos. Coinciden también con la psicóloga Bermejo a la hora de advertir que aún no es posible reducir la complejidad del comportamiento corrupto a procesos cerebrales específicos.
La corrupción, como fenómeno del ser humano, «sigue siendo una interacción entre factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales», sentencian.