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Marcos Cueto: “El Perú sufre una cultura de la sobrevivencia en la salud pública”

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Tos ferina, malaria, fiebre amarilla, dengue... Se pensaba que luego del mortal Covid-19, aprenderíamos la lección. Pero la sanidad en el Perú sigue padeciendo la indiferencia, la incapacidad, la corrupción. Aquí, Marcos Cueto Caballero, académico peruano con reconocimiento en el exterior, se refiere al vía crucis de ser un paciente en nuestro país. Hijo del educador Carlos Cueto Fernandini, catedrático, historiador de la salud, residente en Río de Janeiro donde labora en el Centro de Investigación Fiocruz, con investigaciones en repositorios y archivos de EEUU, Reino Unido,  Japón, etc. Acaba de editar Publicar en la adversidad (IEP, 2025).

Usted es un historiador de la salud pública y la medicina, ¿encuentra un hilo conductor en el modo de atender a los pacientes en el Perú? ¿Es la pobreza, la desidia, la incapacidad de las autoridades?

Creo que el principal hilo conductor es lo que llamo una cultura de la sobrevivencia. El Perú sufre esa cultura de la sobrevivencia, que es una lógica basada en respuestas asistencialistas, temporales y fragmentarias, que solo se modifica —y de manera limitada— ante crisis agudas, como las epidemias. Esta cultura implica, además, una negación tanto de la historia como de la necesidad de una mirada estratégica de largo plazo. Pese a los avances en indicadores sanitarios alcanzados en las últimas décadas —como el incremento de la esperanza de vida y la reducción de la mortalidad infantil y materna—, la salud pública en el Perú sigue enfrentando brotes epidémicos recurrentes, no dispone de un sistema adecuado de vigilancia epidemiológica y apoyo a la investigación, sufre un desfinanciamiento crónico, y no tiene una articulación con los desafíos de la salud global. La cultura de corto plazo restringe el pleno derecho a la salud en el país.

En el Perú hay una sensación de tener un sistema de salud y a la vez de no tenerlo. Está el Minsa, Essalud, los seguros. Pero el Minsa y Essalud no garantizan la atención y los seguros son monedas al aire, hay que tener suerte...

En nuestro sistema de salud la fragmentación y la discontinuidad son dos problemas centrales. La existencia de múltiples instituciones con poco nivel de coordinación genera duplicidades, vacíos en la cobertura y desigualdades en el acceso y calidad de los servicios. Además, la falta de continuidad en las políticas públicas, que cambian con cada gobierno, con ministros que duran pocos meses y con contratos de trabajos de funcionarios que duran poco tiempo, dificulta la implementación de estrategias a largo plazo y la construcción de un sistema sólido y eficiente. Esta fragmentación afecta sobre todo la prevención.

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Hoy día en nuestro país hay brotes de tos ferina en varias regiones, hay malaria... ¿cómo se explican la vigencia de este tipo de males? ¿Se debe a los problemas estructurales del país?

Bueno, la tos ferina y la malaria en el Perú reflejan determinantes sociales, culturales y políticos que afectan la salud pública. En el caso de la tos ferina, hay factores como campañas de vacunación débiles o inconsistentes, la desconfianza al sistema médico, el hacinamiento que facilita la transmisión bacteriana y las desigualdades regionales en el sistema de salud, que perjudican especialmente zonas alejadas de Lima, como Loreto, donde se concentra la mayoría de los casos... Por otro lado, la persistencia de la malaria está asociada a un control vectorial insuficiente del mosquito Anopheles, la urbanización sin saneamiento adecuado, la migración, la minería informal y la deforestación, que exponen a las personas a ambientes con alta presencia de mosquitos. La mayoría de las comunidades rurales y pobres, que son las más afectadas, viven en viviendas precarias, y tienen un acceso limitado a los medicamentos y a los servicios de salud.

El Covid-19 mostró la fragilidad del sistema público, la voracidad de los privados, la incapacidad de los políticos y la corrupción, ¿por qué no se aprenden las lecciones del pasado?

La pandemia de Covid-19 fue una tragedia no solo por las muertes —muchas de ellas evitables—, sino también porque, al igual que con la epidemia de cólera de 1991, el Perú perdió una valiosa oportunidad de aprender de su propio sufrimiento. El interés que había al comienzo de la pandemia por reformas estructurales y valorar a los trabajadores de salud se diluyó frente a otras demandas sociales inmediatistas y crisis políticas. El Covid-19 expuso con crudeza las fallas estructurales en nuestro sistema de salud como la corrupción -que fue no solo política sino en la manipulación de recursos médicos-, la facilidad de la difusión de la desinformación y los fake news, y el poco desarrollo de nuestra propia infraestructura biomédica y producción de vacunas.

Usted afirma que las epidemias, que dan temor y ansiedad, son también la oportunidad de crear una cultura sanitaria, de prevención, ¿habremos avanzado algo en ese aspecto?

Aunque la pandemia generó una mayor conciencia sobre la importancia de esa cultura, fue lamentablemente efímero. Entre los avances culturales iniciales se encontraron una mayor valoración de la salud pública y la adopción de prácticas preventivas, como el uso de mascarillas y aceptación de las vacunas... Sin embargo, estos logros se vieron empañados por el negacionismo y una tolerancia social a la persistencia de condiciones de vulnerabilidad, como el hacinamiento, el acceso inequitativo a la información sanitaria y la limitada disponibilidad de servicios médicos. A esto se sumó el retorno a enfoques cortoplacistas en las políticas públicas. En consecuencia, el avance hacia una ciudadanía sanitaria empoderada fue precario. La oportunidad de consolidar una cultura orientada a la promoción de una cultura de salud en la adversidad — que enfrente los problemas estructurales del país— sigue vigente, pero requiere de voluntad política sostenida y una participación social activa y crítica.

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En uno de sus escritos comenta: “Los virus y las vacunas tienen nacionalidad”, ¿a qué se refiere con esta frase?

Esta frase alude al uso político del lenguaje médico durante la pandemia de Covid-19, como ocurrió con el término “virus chino”. La historia de las epidemias demuestra que las respuestas a las enfermedades están mediadas por intereses culturales y políticos y los gobiernos buscan a un “otro” al cual responsabilizar. Por ejemplo, en el siglo XVI, la sífilis fue llamada el “mal francés” en Italia y Alemania, y el “mal napolitano” en Francia. En 1981, el sida fue inicialmente denominado la “peste gay.” En el caso del Covid-19, el virus y las vacunas estuvieron atravesadas por intereses nacionales, ideologías y estructuras de poder. La confianza en las vacunas estuvo condicionada por su país de origen -ya fueran estadounidenses, europeas, chinas o rusas-; los países más ricos acapararon dosis, priorizando sus propias poblaciones, mientras que muchos países en desarrollo enfrentaron escasez y retrasos.

¿Cuánto tiene que ver las políticas neoliberales en la sensación de estar librado a la suerte en caso uno se enferme?

En la mayoría de los países de las Américas que adoptaron políticas neoliberales —con excepción de Canadá—, la salud fue concebida principalmente como un bien de consumo individual, lo que impulsó la privatización de parte de los servicios públicos. Esto dio lugar a sistemas duales: uno precario para los sectores pobres y otro de calidad para quienes pueden pagar... Esta dualidad, junto con la coexistencia y competencia entre servicios estatales y múltiples aseguradoras privadas, generó descoordinación, ineficiencia, mayor desigualdad, debilitamiento de los programas de prevención y una creciente desvalorización de los trabajadores de salud.

¿Ese es el problema de fondo?

Así es, el problema de fondo es que, en la mayoría de sus versiones, el neoliberalismo concibe la salud pública como una mercancía, desechando principios fundamentales como la participación comunitaria y la salud entendida como un derecho colectivo.

¿Cuál es la importancia de hacer historia de la medicina? ¿Acaso es encontrar lecciones para el presente y el futuro?

La historia de la medicina es clave para entender cómo las sociedades han concebido la salud, la enfermedad y el cuerpo a lo largo del tiempo. Asimismo, nos muestra en qué medida el Estado ha tenido en cuenta la salud de la población como un factor importante del desarrollo... Además, ofrece lecciones para el presente: ayuda a analizar desigualdades en el acceso a la salud, el estigma en las respuestas a epidemias y tensiones entre ciencia y cultura.

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Los que hacen políticas públicas y sanitarias, las autoridades en general, ¿deberían estudiar las historias de las epidemias, de las respuestas sanitarias, de las sociedades?

Sí, sin duda. Tanto las epidemias como las enfermedades endémicas, y las respuestas sociales, periodísticas y médicas que existen, pueden entenderse mejor desde una perspectiva histórica. Contar con una visión histórica permite construir una perspectiva más informada para el futuro y formular políticas públicas más eficaces y contextualizadas. La historia no ofrece soluciones automáticas, pero sí ayuda a identificar patrones, consecuencias y dilemas que siguen siendo relevantes en el presente.

Su padre fue un prestigioso educador y filósofo, ¿tuvo que ver en su formación de historiador de la salud?

Mi padre falleció joven —a los 55 años, cuando yo tenía apenas 11—, pero su trayectoria intelectual y su biblioteca dejaron una profunda huella en mí y mis hermanos. Tras su muerte, sus amigos, como José María Arguedas y Luis Felipe Alarco, nos visitaban regularmente. En una ocasión, fuimos con Arguedas a la tribuna Oriente del Estadio Nacional y él se comió un sándwich de huevo comprado a un ambulante, experiencia distinta a las salidas con mi padre, que nos llevaba a Occidente. Recuerdo también a Alarco destacando la necesidad de que un peruano se dedicara a la historia universal. También influyó en mi interés por la historia que creciera en la Urb. Aurora, cerca de huacas que exploraba con amigos y que luego fueron aplastadas por edificios. Mi interés por la historia de la ciencia y la salud surgió más tarde, en mis estudios de doctorado en la Universidad de Columbia, gracias a mi profesora Nancy Stepan.

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Usted reside y trabaja en el Brasil, ¿planea regresar al Perú y contribuir a mejorar las políticas en lo que se refiere a salud pública?

Mantengo un profundo compromiso con el Perú, donde trabajé durante varios años en el Instituto de Estudios Peruanos y en la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Desde que me mudé a Brasil en 2011 para incorporarme al Centro de Investigación Fiocruz, he visitado Lima una o dos veces por año y participando en las actividades de la Asociación Peruana de Historia de la Salud. Me encantaría regresar y contribuir directamente, idealmente desde la docencia universitaria. Sin embargo, soy consciente de que, dada la crisis actual, no es fácil anticipar si ello es posible.