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El divorcio que cambió la historia: Enrique VIII, Catalina de Aragón y la ruptura con Roma

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Enrique nombró arzobispo de Canterbury a Thomas Cranmer, un clérigo afín a sus intereses y partidario de romper con la autoridad papal

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Un tribunal eclesiástico inglés declaró nulo el matrimonio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón el 23 de mayo de 1533. Aquel gesto —aparentemente técnico— supuso el inicio de una revolución religiosa y política. El rey de Inglaterra, frustrado por la negativa del Papa a conceder la anulación, rompió con Roma, fundó una iglesia nacional y colocó al poder secular por encima del espiritual. Una disputa conyugal se convirtió en un terremoto institucional.

Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos y tía del emperador Carlos V, se había casado con Enrique tras la muerte del hermano mayor de este, Arturo Tudor, con quien ella había estado previamente casada. La unión, sancionada por una bula papal, duró más de dos décadas. Pero sin un heredero varón, el rey comenzó a ver la relación como un obstáculo político. Solo una hija, María, había sobrevivido a la infancia.

Un problema dinástico convertido en crisis religiosa

Enrique trató de obtener del Papa Clemente VII una anulación de su matrimonio ya en 1927. Argumentaba que, según el Levítico, había cometido una ofensa moral al casarse con la viuda de su hermano. Sin embargo, el Papa se encontraba en una posición comprometida: políticamente dependía del emperador Carlos V, sobrino de Catalina, y conceder la anulación habría implicado reconocer un error papal anterior.

En 1533 el segundo monarca de la casa Tudor ya se había casado en secreto con Ana Bolena, quién además ya estaba embarazada; y tomo una decisión drástica. Enrique nombró arzobispo de Canterbury a Thomas Cranmer, un clérigo afín a sus intereses y partidario de romper con la autoridad papal. Fue él quien, el 23 de mayo de 1533, declaró nulo el matrimonio con Catalina de Aragón, allanando así el camino para la segunda boda del rey. Al año siguiente, el Parlamento selló políticamente la ruptura con Roma mediante el Acta de Supremacía, que establecía al monarca como jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra.

Catalina, símbolo de resistencia

Catalina no aceptó el veredicto. Reivindicó su legitimidad como reina hasta su muerte en 1536. Fue apartada de la corte, trasladada de castillo en castillo y privada de ver a su hija. Su figura adquirió una dimensión casi trágica: se convirtió en símbolo de fidelidad al catolicismo, de dignidad frente al poder absoluto y de la resistencia femenina frente al abandono y la manipulación política.

Ana Bolena dio a luz a Isabel —la futura Isabel I—, pero no logró proporcionarle al rey el ansiado heredero varón. Su posición en la corte se volvió cada vez más frágil y terminó siendo ejecutada en 1536, acusada de adulterio y traición. Para entonces, Enrique ya había iniciado el camino que transformaría para siempre la identidad religiosa de Inglaterra. Con su primera gran ruptura matrimonial, el monarca había abierto una grieta irreversible: la Iglesia anglicana avanzaba, y el poder de Roma sobre el reino había quedado atrás.

El comienzo de siglos de tensiones

La ruptura con Roma trajo consecuencias de largo alcance. Enrique impulsó la disolución de los monasterios y la confiscación de propiedades eclesiásticas, reforzando el poder del Estado. Bajo sus hijos —el reformista Eduardo VI, la católica María y la protestante Isabel— Inglaterra osciló entre modelos religiosos enfrentados. La Reforma inglesa no fue solo un cambio doctrinal, sino el nacimiento de una nueva forma de entender la relación entre fe y poder.

Este giro histórico no vino motivado por la teología, como en el caso de Lutero, sino por una necesidad política envuelta en un conflicto matrimonial. Aun sin partir de una disputa doctrinal, sus consecuencias no fueron menores: contribuyó a la fractura de la cristiandad occidental, al ascenso de los estados confesionales y al desencadenamiento de un ciclo de guerras y persecuciones religiosas que marcarían profundamente la Edad Moderna.