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Alfonso XII, el Rey juerguista

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La vida nocturna encandilaba al libertino rey Alfonso XII, hijo oficial de Isabel II y de Francisco de Asís, que disfrutaba sin refreno de ella en compañía de su grupo de incondicionales encabezado por el duque de Sesto o Pepe Alcañices, para sus íntimos.

Don José Osorio de Moscoso y Silva, duque de Sesto, había sido ayo antes de convertirse en amigo y cómplice de las conquistas regias. Tocado con su inconfundible chistera, sus patillas a la Alfonsina y el gran cigarro puro casi siempre entre los labios, fue aclamado por el pueblo entero de Madrid en 1877, cuando viajó a Sevilla para pedir a los duques de Montpensier, en nombre del rey, la mano de su hija María de las Mercedes, futura reina de España.

Pero ya antes de la Restauración, en los bailes del palacio de Alcañices, situado donde hoy está el Banco de España, con su chaflán y su puerta blasonada, las torrecillas típicas del antiguo Madrid, el espléndido jardín, la capilla, las cuadras y el picadero, las damas de trajes ceñidos con polisón lucían en broches y alfileres las flores de lis.

El resto de amigotes de Alfonso XII provenía también del exilio, como Julio Benalúa, convertido en «dandy» y árbitro de la alta sociedad madrileña, desde la presidencia del Veloz, del Casino y de la Gran Peña. El duque de Tamames y Vicente Bertrán de Lis, casado con una hija de la infanta Isabel, hermana del rey Francisco, completaban el cuarteto de juerguistas que secundaba al monarca en sus correrías nocturnas. Todos ellos frecuentaban de incógnito los lugares con más solera de la vida alegre y aristocrática, entre los que no faltaba El Laberinto, en el pinar del final de la Castellana, que era fonda y tiro de pistola, camino de la Venta del Mosquito y de la cañada de la Cruz del Rayo.

Ópera, teatro y saraos

Ninguno de ellos se privaba de la ópera, de los teatros ni de los saraos nocturnos organizados, casi a diario, en el Madrid de los palacetes. Eso, por no hablar de las incontables jornadas de campo en el herradero de Algete, la finca de Alcañices, o en los jardines de Aranjuez, acompañados a veces por los marqueses de Salamanca y de Campo Sagrado.

Aquella velada de mayo, en casa de la marquesa de Squilache, acompañaba también al rey el presidente de su último gobierno, Cánovas del Castillo, artífice junto a Martínez Campos de la Restauración monárquica, diez años atrás. Los dos ministros antagónicos de Gobernación y de Gracia y Justicia, Romero Robledo y Francisco Silvela, respectivamente, recorrían los salones junto a Elduayen, marqués del Pazo de la Merced, que ocupaba la cartera de Estado.

Tres meses antes, la noche del 31 de enero, el rey Alfonso XII había recibido el carné rojo de socio de honor del Ateneo de Madrid, inaugurado en la calle del Prado. Después, declaró que le encantaría pasar su jornada entre el Ateneo y la Gran Peña.

En marzo, el monarca no se había perdido ni una sola de las fiestas de carnaval celebradas por la Grandeza en sus bellos palacios. La más sonada fue la ofrecida por los duques de Fernán Núñez en su palacete de Cervellón, en la calle de Santa Isabel. Inolvidable baile de máscaras, que congregó a más de cuatrocientos invitados, recibidos en el zaguán con todos los honores por una compañía de lanzas del regimiento de Sicilia, formada por jóvenes aristócratas, con su charnego, alabarda, casaca y calzón blancos, y medias encarnadas.

Los asistentes acudieron disfrazados de la «Commedia dell’arte»; entre ellos, la infanta Isabel con el heredero de la casa, la infanta Eulalia con el duque de Tamames, y la duquesa de Alba (hija de los anfitriones) con el marqués de Bogaraya.

La reina María Cristina se caracterizó de dama dieciochesca y el duque de Fernán Núñez, de Felipe II. Tan sólo el rey se resistió a disfrazarse como los demás, luciendo su uniforme de gala de capitán general. El mismo uniforme con que le vio por primera vez «la Señora», en el salón de juego de la marquesa de Squilache, días después.

–¿Quién es aquel bomboncito? –susurró el rey, embelesado, al duque de Tamames–.

–La esposa del primer secretario de la Embajada de Uruguay –repuso Tamames–. Acaban de llegar de su país y pronto presentarán las credenciales a Su Majestad.

La pasión magnetizó una vez más al monarca. Muy pronto, la señora de Basáñez reemplazó así a la cantante Elena Sanz en el regio lecho.

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La «señora»

De los irresistibles encantos de la lozana «Señora», como llamaban a la nueva amante regia, y de su disipada vida entre fiestas y jolgorios, daba fe el propio marqués del Pazo de la Merced en el diario «La Época», el 18 de febrero de 1885, nueve meses antes de la prematura muerte del monarca. Elduayen relataba sus impresiones de las fiestas aristocráticas a las que no faltaban los Basáñez, acreditados en Portugal como miembros de la legación uruguaya: «El presidente del Consejo de Ministros, Sr. Fontes, reunió en su casa el día 10 a un considerable número de personas. La política, la alta banca, las diferentes jerarquías del Ejército y de la Armada, los miembros de ambas Cámaras, los altos funcionarios del Estado, el Cuerpo Diplomático extranjero... Allí hizo su aparición la señora de Basáñez, esposa del secretario de la legación de Uruguay en Madrid, cuya belleza fue muy celebrada».]]