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Un siglo que empezó muy mal y luego empeoró

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Bien: el mañana ya ha llegado. La incertidumbre sobre la OTAN, la hostilidad rusa y el retorno de los aranceles cuestionan los fundamentos de la Unión Europea. El proyecto europeo va quedándose solo

En otoño de 2001 yo trabajaba como corresponsal en Washington y, salvando las distancias (uno jamás ha estado a la altura de un personaje de Stendhal), me sentía como Fabrizio del Dongo. El protagonista de 'La Cartuja de Parma' se sumerge en el caos de Waterloo y, abrumado por la violencia y el ruido, no identifica lo que está ocurriendo. “¿Es esto una verdadera batalla?”, se pregunta una y otra vez. Lo mismo me preguntaba yo: ¿es esto tan grave como parece?

Lo era.

Si hubiera que identificar los antecedentes inmediatos de lo que está ocurriendo ahora, bastaría con buscarlos en aquel otoño terrible del primer año del siglo XXI. El 11 de septiembre de 2001, Al-Qaeda lanzó un devastador ataque contra Estados Unidos. Entre el 30 de noviembre y el 3 de diciembre de 2001, la compañía energética Enron declaró la quiebra más voluminosa y fraudulenta de la historia, llevándose por delante a su compañía auditora, Arthur Andersen. El 13 de diciembre, Estados Unidos se retiró del tratado antimisiles balísticos para construir su propio escudo antimisiles. Incidentalmente, durante ese otoño un Elon Musk de 30 años y aún canadiense viajó a Rusia para comprar misiles intercontinentales; no se los vendieron y semanas después fundó Space X.

(Quien desee profundizar en las causas de la revolución reaccionaria que vivimos hará bien en leer 'La era de la revancha', un sólido ensayo de Andrea Rizzi).

Repasemos. Estados Unidos tenía entonces un presidente llamado George W. Bush cuya incompetencia llegaba a extremos deslumbrantes. Tras la caída de la Unión Soviética y la humillación de Rusia en los 90, no había más imperio que el americano. China, que acababa de ingresar (1999) en la Organización Mundial de Comercio, tenía un peso económico similar al de Italia. Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre, Bush y a sus dos siniestros lugartenientes, el vicepresidente, Dick Cheney, y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, decidieron “arreglar el mundo”.

La inmediata invasión de Afganistán (concluida en derrota 20 años más tarde) pudo tener alguna justificación, dado que el régimen talibán protegía a Al Qaeda. La invasión de Irak, en 2003, fue una apoteosis del imperialismo más descarnado y brutal. Hasta entonces, Estados Unidos había guerreado y desestabilizado dentro del contexto de la guerra fría con la URSS. Por primera vez iniciaba una guerra por puro capricho y, de paso, orinaba sobre las instituciones y las leyes internacionales: desoyó a la ONU, estableció Guantánamo, torturó en Abu Ghraib, detuvo ilegalmente a miles de personas en todo el mundo. Impuso, con la bochornosa cooperación de los gobiernos europeos de Tony Blair y José María Aznar, la ley del más fuerte. En Moscú y Beijing tomaron buena nota de cara al futuro, cuando pudieran enfrentarse al orden liberal estadounidense.

Lo de Enron pudo parecer la culminación desastrosa de dos décadas de desregulación financiera. En realidad, fue solamente un aviso de lo que estaba por venir. Aquella quiebra motivó una ley antifraudes (la Sarbanes-Oxley) que resultó inútil. El largo y estúpido mandato de George W. Bush culminó en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers (otro fraude de manual) y el inicio de una terrorífica crisis financiera internacional cuyos efectos políticos, económicos, sociales y culturales seguimos pagando ahora.

Conviene recordar que otro presidente lamentable, el francés Nicolas Sarkozy, quien normalizó el lenguaje de la extrema derecha, habló entonces sobre la necesidad de “refundar el capitalismo”. No hubo refundación, sino aceleración: del turbocapitalismo, unido a la revolución tecnológica, surgió el tecnofascismo que encarna Musk y que definirá las próximas décadas.

Entretanto, la Unión Europea se limitó a resistir y a consolidar el euro, con unas políticas de austeridad (el “austericidio”) más dañinas que la propia crisis. No desarrolló una política real de defensa, porque para eso ya estaban Estados Unidos y la OTAN; no estableció una diplomacia real, porque bastaba con seguir a Washington y establecer vínculos comerciales con el mundo; consumió gas ruso como si no hubiera un mañana y, como si no hubiera un mañana, sólo pensó en el futuro de su propio ombligo.

Bien: el mañana ya ha llegado. La incertidumbre sobre la OTAN, la hostilidad rusa y el retorno de los aranceles cuestionan los fundamentos de la Unión Europea. Crecen en su interior los movimientos antiliberales, nacionalistas y reaccionarios, fomentados tanto por Moscú como por Washington. El proyecto europeo va quedándose solo. Se acerca la primavera meteorológica en el hemisferio norte, pero Europa se adentra en un nuevo otoño.