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Yukio Mishima: mírame desaparecer

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Escribir es entrar en escena, dice Jerôme Meizoz. Escribir, más allá de lo que queda en la página, es un acto de espectacularidad, un proyectarse hacia afuera en el mundo. Estar en público implica ser visto, ser juzgado o admirado. Y cada escritor crea estrategias para hacerse ver. Además del discurso, la imagen de un autor revela mucho: ¿quién no recuerda el abrigo negro de Oscar Wilde? La forma en que posa, ligeramente inclinado hacia delante, con los dedos sobre la mejilla y la sien. O los atuendos de Fernando del Paso: trajes, guantes y corbatas estridentes con los que acudía a entregas de premios o encuentros con los lectores.Se trata de elecciones. De posturas. Ser un autor es crearse a sí mismo.Pocos entendieron esa premisa como Yukio Mishima (1925-1970) quien, a cien años de su nacimiento y poco más de cincuenta de su suicidio, es todavía una de las figuras más relevantes de la literatura japonesa del siglo XX. Misterioso y atractivo a partes iguales, su vida y obra conservan mucho del misterio y la ambigüedad que distingue a los grandes creadores de la historia, esa incapacidad de ser rodeados y definidos por completo. Figuras que superan etiquetas y fronteras. Vidas que son amplios marcos de significado.Mishima nunca estuvo conforme. Además de ser un prolífico novelista, que a los 24 años ya había escrito un libro fundamental y autobiográfico (Confesiones de una máscara, 1949), incursionó en la actuación, el teatro, el modelaje, la dirección de cine y las artes marciales; fue comentarista deportivo y viajero. Se desplazó a Europa en barco —destaca su visita a Grecia, destino que lo llevó a escribir El rumor del oleaje (1954), inspirada en la historia clásica de Dafnis y Cloe—; en 1957 recorrió América Latina y Estados Unidos —pocos saben de su paso por México, que lo llevó desde Mérida hasta Ciudad Juárez—; en su última década de vida pisó la India y, de vuelta en Japón, formó y lideró un grupo paramilitar de extrema derecha, la Sociedad del Escudo, cuyos miembros lo acompañaron al momento de morir.Cuando uno busca fotografías suyas, encuentra sobre todo las de su etapa tardía. Un hombre musculoso, entrenado, que hace sentadillas o levanta mancuernas al aire libre, que juega a las vencidas con un colega del gimnasio, o que blande una larga espada, vestido a la usanza samurái. Para este momento de su vida, dirá públicamente que ha encontrado al sol, como se lee en su ensayo El sol y el acero, de 1968, que revela las claves de su poética y una serie de valoraciones de naturaleza estética: la debilidad que mira en los cuerpos sedentarios, su aversión por los estómagos abultados y los pechos lisos en los hombres, la palabra al servicio de la existencia física vigorosa y la forma en que la escritura se sirve de un cuerpo fuerte y atlético. Mishima es pragmático. Se enorgullece del dolor, el sudor y la sangre.Quizás es entonces que termina de hacer las paces con una existencia físico-espiritual que antes, durante mucho tiempo, le resultó un problema. Su primera etapa es romántica. Retraído e idealista, fue un muchacho flaco y perdido en sus pensamientos. Cierta visión romántica, característica de su generación literaria, permanecerá en él de una sola forma: el impulso hacia la muerte, que lo acompaña, como él mismo confiesa, desde muy joven. La muerte románticamente noble, dice en El sol y el acero, es y debe ser solo la de alguien con un físico escultural e imponente. Como en su novela El pabellón de oro, donde un templo arde de la mano de un monje tartamudo que no soporta la belleza de la estructura, extinguir es sublimar.Su etapa nocturna y romántica se revierte con la luz solar. Lo que permanece oculto se revela en consecuencia. El autor se ve de frente al espejo y se sorprende: tiene un cuerpo. Existe. La conciencia de la corporalidad es central para entender su literatura y su actuar público. Porque el cuerpo no es solo para escribir, también es para ser mostrado, para exhibirlo y provocar deseo, para sugerir significados y lecturas, para alimentar la ambigüedad de su persona. Dice en el ensayo: “Un discurso, un eslogan, el texto de una obra dependen todos de la presencia física del orador público, del político, del actor. […] [El lenguaje] se reduce en el fondo a una expresión física. No es un lenguaje para transmitir mensajes privados desde la soledad de una habitación cerrada a la soledad de otra habitación cerrada, distante”.Yukio Mishima se gradúa en el arte de performar y ejecutar una pose. Un buen ejercicio para mirarlo panorámicamente y apreciar su evolución en la puesta en escena literaria es hacer una retrospectiva y comparación atenta de sus retratos. Su forma de ponerse frente a la cámara se transforma con los años, lo mismo que el atuendo y también la escritura misma. No recuerdo quién lo dijo —si fue Marguerite Yourcenar o alguien me lo sugirió—, pero la escritura de Mishima se robustece a medida que se robustece su cuerpo. Novelas más amplias en extensión, con mayor volumen estilístico. Más desafiantes y exigentes.En su juventud es otra cosa. Se hace fotografiar en su estudio, rodeado de libros. Los brazos siempre están cubiertos por un suéter o un saco, la mirada va hacia un lado o con timidez hacia el lente. En una fotografía —en la que inusualmente sonríe— sostiene también un animal de peluche. Es ya un autor famoso, es discípulo de Yasunari Kawabata, pero nada anticipa su transformación ni, mucho menos, lo que llegará a ser y hacer.No son pocas las veces que, en la década de 1960, se hace fotografiar desnudo o con poca ropa. Es ya otro. Los brazos puestos sobre la cadera son signo de una seguridad recién adquirida. Usa ropa ajustada, camisas de manga corta. Tiene brazos grandes y el vientre plano. Emite una fuerza activa. Se sabe un hombre sensual. Mishima seduce no solo a sus amantes —hombres y mujeres, aunque con el tiempo se hable cada vez más abiertamente de una homosexualidad retraída y explorada de manera privada—, sino también a un público de lectores y fanáticos, que consumen tanto los textos del escritor como su imagen, presente en los periódicos, la televisión y la vida pública. Ser por fuera del texto. Decenas de miles acudirán a su funeral en 1970, en el templo Tsukiji Honganji.La fantasía, antes presente solo en los textos, empieza a formar parte de sus sesiones fotográficas, que se vuelven sitio de experimentación de la teatralidad, el simbolismo de la imagen y la demostración de las capacidades físicas. El reconocido fotógrafo Kishin Shinoyama fue su gran aliado. Publicado en 2020, The Death of a Man (Rizzoli) reúne sus colaboraciones con el escritor. Algunas de las imágenes más famosas de Mishima fueron hechas por Shinoyama: la reinterpretación del San Sebastián herido por la flecha —que en Confesiones de una máscara refiere como la imagen detonante de su primera masturbación—, fotos maniatado y con los ojos vendados bajo un cielo gris, o vestido de militar, en compañía de los miembros de la Sociedad del Escudo.Como sugiere el título del libro, en sus retratos Mishima ensaya y teatraliza el acto de la muerte propia. Trajes deportivos como el de un esgrimista o un gimnasta, siempre blancos, son manchados por la sangre que brota del abdomen del escritor. Las prendas de samurái son también frecuentes. Escenas exteriores, como un Mishima accidentado en medio de una autopista y muerto tras un accidente de motocicleta están también ahí. El dolor, dice en El sol y el acero, es una forma de tomar conciencia. De joven, escribe, “me faltaba el coraje físico para singularizar el sufrimiento por mí mismo, para asumir personalmente el dolor”.Pensar en una vida singular como la de Mishima lleva a ejercitar un permiso: el de dejarse seducir. Su paso por el mundo, que duró 45 años, fue suficiente para revolucionar el panorama de la novelística japonesa y las formas de hacer, públicamente, autoría. El influjo de su figura corre paralelo al flujo de su escritura, a sus protagonistas románticos y descontentos, a su forma de retratar el Japón metropolitano y el del interior, la desesperanza y las transformaciones sociales de la posguerra, los deseos de cismar políticamente el país o de perderse en el submundo homosexual de Tokio.La última obra teatral de Sarah Kane, 4.48 Psychosis, termina con una frase que, quizá, defina la vida de Yukio Mishima: “Mírame desaparecer”. Nadie como él que, al hacerlo, aparece y reaparece con traje distinto, con mirada distinta, ante nuestros ojos. Imposible no fascinarse por su acertijo y sus formas de volver a este mundo.Todas las citas de El sol y el acero vienen de la edición de Alianza, Madrid, 2017.AQ