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Deuda inicua

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El problema de la deuda que los países en vías de desarrollo tienen contraída con los países acreedores y con los organismos financieros internacionales (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial) se ha convertido en una situación intolerable y a medio plazo desastrosa para los mismos países acreedores.

No es este un tema nuevo para la Iglesia católica. En diciembre de 1986, la pontificia comisión Justicia y Paz, que presidía el cardenal Etchegaray, publicó un documento sobre la cuestión. Un año después san Juan Pablo II en su carta encíclica «Sollicitudo rei socialis» (La preocupación social) denunciaba que «el medio destinado al desarrollo de los pueblos se ha convertido en un freno por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo».

La situación hoy es aún más dramática que hace cuarenta años. En el Antiguo Testamento el jubileo era considerado un tiempo en el que se condonaban las deudas y así se explica que los papas hayan abordado el problema. Lo hizo Karol Wojtyla durante el Jubileo del año 2000 y ha vuelto a hacerlo Francisco en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz: «No me canso de repetir que la deuda externa se ha convertido en un instrumento de control, a través del cual algunos gobiernos e instituciones financieras privadas de los países más ricos no tienen escrúpulos de explotar de manera indiscriminada los recursos humanos y naturales de los países más pobres, a fin de satisfacer las exigencias de los propios mercados». En sus palabras pronunciadas después del ángelus el pasado domingo deseaba que ninguna persona, ninguna familia, ningún pueblo sea aplastado por las deudas. No hacerlo equivale a caer en una espiral de neocolonialismo perverso e inicuo.