Asuntos tenebrosos, por Jorge Bruce
El título de esta nota proviene de tres afluentes: la novela “Un Asunto Tenebroso” de Balzac; el artículo que dedica a este relato el periodista español del ABC, Pedro G. Cuartango y, last not least, la crónica roja que se nutre a diario en el Perú de los más altos poderes del Estado. La nota de Cuartango se titula “Todo empezó con Balzac”. Ahí explica algo que los adictos a la novela negra, como el suscrito, apreciamos en su debido valor: el prolífico autor de “La Comedia Humana”, se adelantó 80 años a los autores clásicos del género conocido en inglés como hard boiled, Dashiell Hammet o su sucesor Raymond Chandler.
Por eso el español titula su nota: “Todo empezó con Balzac”. Aunque se reconoce en Edgar Allan Poe a uno de los precursores, con su relato “Los crímenes de la calle Morgue”, protagonizada por el detective C. Auguste Dupin y publicada en 1841, fue con la revista Black Mask, en 1920, que Hammet, el autor de “El halcón maltés”, inauguró lo que hoy conocemos como novela negra.
En el Perú no hemos desarrollado el género. Hay publicaciones como “¿Quién mató a Palomino Molero?” de Mario Vargas Llosa. Pero no tenemos cultores de la novela policial, tales como Paco Ignacio Taibo II en México o el cubano Leonardo Padura, para hablar de América Latina. Lo que sí tenemos, y con creciente abundancia, es material para futuros -o acaso ya lo están haciendo- autores de esa especialidad literaria. Fue el citado Vargas Llosa quién citó la célebre frase: “El novelista es un buitre que se alimenta de la carroña social.” Si bien esto es cierto en líneas generales para los novelistas, y en particular para los clásicos del autor de “Conversación en la Catedral”, por motivos que los literatos entenderán mejor, no se ha extendido entre nosotros el culto de la novela policial.
Pero carroña social, ¡vaya que tenemos! Por eso no ha sorprendido a nadie que el congreso se cachueleara, si me permiten la polisemia del término, como burdel. Pienso en clásicos de esa modalidad de trabajo como el Trocadero, el Botecito o la Salvaje, en el Callao. Habrá que leer el libro de Paulo Drinot (“Historia de la Prostitución en el Perú, 1850-1956”, donde se examina la mítica zona roja conocida como Huatica), para entender mejor cómo ingresó el oficio más antiguo del mundo al Congreso de la República. El autor ha mencionado en X (antes Twitter), medio en broma, medio en serio, que deberá añadir otro capítulo a su libro.
Puede que una de las explicaciones sea la de la navaja de Ockham, es decir la más sencilla de todas: la realidad supera a la ficción. La putrefacción del régimen es tan grosera y visible que los únicos que le sacan provecho, por así decirlo, son los caricaturistas. Ellos tienen la ventaja de la inmediatez. También sucede algo de esto con los periodistas que publican libros como Ernesto Cabral sobre el Rolexgate. O bien los columnistas como quién esto somete a la consideración de los lectores.
El exceso de obscenidad en las demostraciones de corrupción, incompetencia, falsedad y desvergüenza de personajes como la presidenta, los ministros los congresistas o los “honorables” magistrados del TC, desafía los procesos de procesamiento y metabolización mentales. Esa violencia verbal y física (a Andrea Vidal, vinculada al Huaticagate, la asesinaron a balazos y no pasa nada), ataca la capacidad de pensar y metabolizar. Quizás esto ayude a entender la aparente apatía de las mayorías. Recibimos tanta basura social e individual que permanecemos en estado de estupor catatónico.
El economista y militante del Partido Morado, Luis Alberto Arias, entrevistado para La República por Enrique Patriau, escribió: “Beneficios tributarios, protección a economías ilegales, protección a mafias criminales, incremento excesivo del presupuesto congresal, redes de prostitución. Todo está corrompido y podrido. ¿Se puede caer más abajo?” Él mismo responde que siempre es posible seguir cayendo. Creo que todos compartimos esa sensación vertiginosa y al mismo tiempo nauseabunda. A esto me refería cuando mencionaba, líneas arriba, que esta velocidad en la destrucción tanto de nuestras instituciones cuánto de nuestros valores, es como un curare que paraliza nuestras funciones de análisis y acción.
Por eso el único reflejo que se observa y de manera sostenida, es el de huir a cómo dé lugar. La única señal que se activa es la de alarma por la supervivencia. Las cuentas en rojo que menciona Arias, nos sumirán en mayor atraso, miseria y violencia. Vamos camino a convertirnos en una de esas versiones innovadoras de Estado fallido que son una especialidad peruana. Si bien es cierto que la frase de Pablo Macera (“El Perú es un burdel”) es recordada en el imaginario peruano como una descripción acertada de nuestra condición, también es cierto que los burdeles tienen reglas, horarios, tarifas, colas, seguridad, orden. La verdad es que en comparación con el caos en el que estamos sumidos, el burdel sería Suiza o Noruega.
Para salir de este asunto tenebroso vamos a requerir de algo que escasea en nuestro territorio: la capacidad de crear vínculos interpersonales, sociales y con nosotros mismos, a fin de recuperar la noción de que los ultrajados somos todos los peruanos. Y no solo eso, por supuesto. La matonería con la que se han sofocado las protestas, es temible, nadie lo duda. Pero la única manera de enfrentar a estos sicarios de la política que nos están esquilmando, es con la vieja y siempre vigente verdad de que la unión hace la fuerza. Por separado estamos perdidos. Juntos, la hacemos.