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En nombre del Rey

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Abc.es 
En el capítulo VI del Libro XI de 'El espíritu de las Leyes', de Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu , se lee: «Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario (…). Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor». O sea, lo que nuestra Constitución dice en el artículo 117.1, al declarar, en presente indicativo, que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces independientes (…)», aunque, respecto a lo primero, confiese mis reservas. Proclamar que el pueblo es la fuente de la justicia quizá se justifique por ser la génesis de todos los poderes, pero una cosa es la Justicia y otra el poder judicial encargado de aplicarla. La justicia es noción que vuela por encima de los hombres y si el pueblo fuese su manantial, todo lo que él decidiese sería justo, cosa que no es exacta. En boca de Cicerón, el pueblo, al estar dominado por el favor o por la envidia, nunca es imparcial para juzgar al prójimo y, en la misma línea, el jurista alemán Gustav Radsbruch nos advierte que existen leyes que, por vergonzosas, la conciencia moral rehúsa obedecer. En cuanto a la 'invocatio regi', que ya figuraba en la Constitución de 1869 y que la de 1931 sustituyó por la de «en nombre del Estado», admito que sea discutible, aunque no menos que la fórmula de «en nombre del pueblo» que emplea la Constitución italiana. La Justicia no se dispone en nombre de nadie, sostiene Betham. Ahora bien, la opción de una justicia administrada en nombre del Rey descansa en la función arbitral que la Constitución le encomienda como Jefe del Estado. Con mano maestra lo escribió Tomás y Valiente , que fue presidente del TC: «En una monarquía parlamentaria, el del Rey no es un poder inútil, pues, como símbolo de su unidad y permanencia, a él le corresponde arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones –artículo 56.1 CE–». Hoy, más que nunca, es necesario recordar que la independencia de los jueces ha de ser defendida frente al poder político. Nada más peligroso en democracia que deslegitimar a la judicatura para que sirva a intereses ajenos a su misión y se implique en amorales tejemanejes. Cierto que el mal viene de lejos, pero el momento que actualmente vivimos es de los más preocupantes de la historia judicial española. Sirva de botón de muestra, el acoso constante que sufren los jueces y recientes están las palabras del presidente del Gobierno acusándoles de dañar al ejecutivo con las «cartas marcadas» de informaciones procesales filtradas previamente. Como dice el refranero, Pedro Sánchez es de esa gente para la que el huevo siempre está por encima del fuero y que, alegando el fuero, se dan al desafuero. Qué bien les vendría a estos mercaderes de la justicia leer el final de la 'Orestiada' de Esquilo, cuando Atenea, la diosa de la sabiduría, justifica su intervención en el mundo de los mortales con esta frase: «Que ningún hombre viva sin control de la ley, ni controlado por la tiranía». La ley es una alternativa al despotismo y para los jueces el imperio de la ley significa que, como independientes que son, han de lograr que se aplique. En estos tiempos difíciles que estoicamente soportan, menos mal que los jueces cuentan con el respaldo sin fisuras de Felipe VI. A la memoria me viene el discurso pronunciado en el acto de entrega de despachos a los integrantes de la 72 promoción de la carrera judicial celebrado en Barcelona el 14 de febrero de este año, cuando subrayó que «la independencia de la Justicia es la esencia del Estado de derecho y todos han de preservarla y respetarla (…)» y que «(…) esa independencia del Poder Judicial como institución es imprescindible para el adecuado funcionamiento de nuestra democracia, así como la de cada juez en el ejercicio de su función». Fueron unas palabras pronunciadas no sólo con la sapiencia del consejo, sino también con la perentoria solicitud de respeto a la separación de poderes y salvo quienes se hicieron los sordos, todos entendimos lo que algunos quieren ignorar y otros tantos necesitaban escuchar, lo mismo que estaban obligados a oír el mensaje que el pasado viernes la presidenta del CGPJ y del Tribunal Supremo lanzó en defensa de la independencia del Poder Judicial. Para mí tengo que aquella alocución de Don Felipe fue una guía para gobernantes, un aviso de navegantes y un alivio de caminantes, lo cual es lógico, pues ya se sabe que el rey reina, pero no gobierna. Lo importante es que más que palabras de rey, sean palabras de ley, que son mucho más sólidas y menos perecederas. Con reflexiones como aquellas, sin duda que los buenos jueces españoles justifican que Don Felipe se sienta orgulloso de estar tan dignamente representado. Y es que para eso sirve un rey. Para ejercer un liderazgo moral sobre el pueblo español y para ser el primero en la defensa de la ley, de la justicia y de la independencia judicial, tan cuestionada por algunos aventureros. También para compartir el dolor y penalidades de la gente que sufre, como recientemente lo hemos visto en la tragedia de la Dana, en Valencia y para convertirse en abanderado de los derechos y libertades que otorga la Constitución. En la seguridad de que el director de ABC no me demandará, hoy me quedo con una frase que escribió en su Tercera del 19 de junio de 2024, a propósito del décimo aniversario de la proclamación de Don Felipe como Rey de España: «La lista de obstáculos a los que ha tenido que hacer frente Felipe VI ha sido apabullante y ahí es donde se le ha visto ejercer su papel con atención, mesura y dedicación. Se ha ganado el puesto. Se ha ganado la confianza de los españoles, un afecto extendido, ha logrado prestigio internacional y la autoridad del sistema institucional». Esto y no otra cosa es lo que las últimas encuestas nos vienen a señalar de la figura del Rey. Sin ir más lejos, ahí está la que GAD3 ofreció en septiembre a ABC, según la cual el 54% de los españoles consideran que su reinado ha fortalecido la imagen de la Monarquía y que él, Felipe VI, personalmente, ha disparado su popularidad a niveles que la monarquía no veía desde hace más de 20 años. Hace diez años y medio que Felipe VI fue proclamado Rey. Con 56 años cumplidos, no puede decirse que sea un rey joven, aunque tampoco viejo. Después de repasar las palabras que llevo escritas y recordar aquel discurso pronunciado el 3 de octubre de 2017, con el que, de forma tan solemne como firme, se dirigió a los españoles ante la situación de extrema gravedad derivada de la quiebra del orden constitucional perpetrado en Cataluña, afirmo que el suyo se corresponde con ese estado de vida que, al decir del sereno Goethe, le hacen un Rey honrado, prudente, justo y cabal. Estoy convencido de que si Felipe VI goza de la confianza de los jueces españoles es porque ven en su figura la imagen del camino que les conduce a la independencia y el respeto que desean, algo que responde a cuando un rey tiene vocación de serlo y conciencia de cómo y de qué manera debe serlo. Y quede claro que en esto que afirmo el único sentimiento que me mueve es el de la verdad a la que con gusto me someto y el de gratitud que al Rey la gran judicatura española debe.