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Pintando la raya

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Por voluntad o necesidad, quizá, la combinación de ellas, la presidenta Claudia Sheinbaum está pintado su raya en la estrategia anticriminal, un capítulo en extremo doloroso y peligroso.

Motivos para hacerlo le sobran a la mandataria. Entre ellos, atender el desoído clamor nacional por la falta de paz con justicia en múltiples lugares del país y responder al arrebatado amago de Donald Trump por el tráfico de fentanilo hacia Estados Unidos. Bajo esa doble presión, la decisión tomada y las acciones emprendidas en materia de seguridad pueden ser vistas como algo espectacular, pero no entendidas sólo de ese modo: tienen fondo, suponen el rescate del Estado y la soberanía desde adentro y hacia afuera, al tiempo de establecer claramente el mando. Por lo demás y al margen del gusto, hoy el espectáculo forma parte de la política.

Ante ese giro –por cierto, no exento de incongruencias–, quienes exigen a la jefa del Ejecutivo pintar su raya así sea a brochazos y quienes le demandan seguir sin desvío la línea señalada deberían reconocer un hecho: el peso del antecesor ya no es más el referente. La circunstancia cambió, ya no sólo es el asedio criminal sino también la amenaza intervencionista. Ese cambio exige mirar con otros ojos y analizar con otras categorías la realidad o, si se quiere, la criminalidad. Es menester, apartarse de credos y dogmas.

Desde luego, el pintado presidencial de esa raya requiere más de una mano, cuidado al delinear su borde y firmeza en el trazo, así tope con compañeros o aliados que, bajo ese disfraz, por complicidad o negligencia sirven al crimen y, con ello, a la vesania del próximo presidente de Estados Unidos.

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El discurso presidencial del martes pasado, pronunciado ante los gobernadores en el Consejo Nacional de Seguridad Pública, no proyectó los principios con que se va a actuar, recordó los fundamentos con que se está procediendo.

Sí, la jefa del Ejecutivo reiteró los cuatros ejes de la estrategia de seguridad –atención a las causas; fortalecimiento de la Guardia Nacional y las policías estatales; inteligencia e investigación; y coordinación entre todas las instituciones–, pero lo hizo con base en actos y operativos desplegados durante las últimas semanas. No hubo, pues, divorcio entre el discurso y la práctica. Hubo correspondencia. Se atienden las causas, pero se aplica la idea de cero impunidad, perfilando una postura que, ojalá, más adelante y mejor desarrollada configure una política de largo aliento con el acuerdo y el respaldo de fuerzas distintas a Morena.

El dato interesante de ese discurso fue doble: en sentido contrario a la tendencia, desconcentró el poder político frente al poder criminal y, con ello, involucró a los gobernadores en la estrategia de seguridad. La mandataria fue contundente: “Y aquí no hay división política, no hay politiquería que valga. Tenemos que caminar juntos en este proceso.” Y, por si algún gobernador no entiende ese llamado, agregó: “Es indispensable que ustedes asuman esa responsabilidad. La coordinación no se puede dar si no está la cabeza.”

Ahí hay un giro. El presidencialismo se muestra resuelto a actuar, pero no dispuesto a asumir la responsabilidad de la seguridad pública en los estados, si los gobernadores no hacen su parte. No es para menos, los ejecutivos estatales se encuentran en una zona de confort: no son responsables de recaudar impuestos, prestar servicios de salud ni educativos y, salvo contadísimas excepciones, resbalan el problema de la inseguridad a la Federación. Lo endosan por dos vías, entregando el mando de la fuerza policial a oficiales del Ejército en retiro o en activo o buscando elementos para clasificar como federales, delitos del fuero común.

Ojalá tras “el respetuoso” llamado presidencial a los gobernadores de hacer su parte en la seguridad pública y asumir su responsabilidad comiencen a medirse y evaluarse la actuación de ellos en ese capítulo fundamental de la vigencia del Estado ante el asedio interno y externo. Y, en esto, no puede perderse de vista que veinticuatro entidades son gobernadas por Morena o sus aliados.

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Ese reconocible giro presidencial y ese afán de pintar la raya presenta, sin embargo, signos de incongruencia.

El discurso y la práctica en relación con la estrategia de seguridad pierden fuerza y vigor cuando se solapa a gobernadores que han colgado los brazos ante el crimen o, peor aún, le han tendido los brazos. Ni mencionar el caso de Sinaloa. Igual ocurre cuando se premia a exgobernadores que aparecieron departiendo con criminales, como Cuauhtémoc Blanco, o dieron muestra cabal de absoluta indolencia y negligencia ante la inseguridad como Cuitláhuac García o Rutilio Escandón. ¿Cómo entender esa contradictoria señal?

Algo semejante ocurre cuando se canjea una orden de aprehensión por un voto para asegurar la mayoría calificada en el Senado. ¿Cómo pensar en la intención de fortalecer la vigencia del Estado de derecho cuando se transa de ese modo tan grosero en el Congreso e, incluso, se defiende a golpes al prófugo con fuero? Ahí está la foto de Adán Augusto López y Gerardo Fernández Noroña en compañía de Miguel Ángel Yunes. ¿Cómo hablar del combate a la extorsión cuando es la herramienta política predilecta por parte del oficialismo?

Y, desde luego, ¿cómo rescatar al Estado de derecho y la soberanía desde dentro y hacia fuera, si el gobierno y el movimiento promotor de la reconstitución del Poder Judicial están haciendo lo imposible porque ese lance sea un fracaso?

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Cuando se ha resuelto pintar la raya al asedio criminal y al amago intervencionista es preciso considerar integralmente y de conjunto la circunstancia. Pintar rayas discontinuas no marcan un límite, si acaso, una posibilidad.