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Hay ciudades que no tienen catedral

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La política francesa sigue pegada a su academia. Esto quiere decir que se ha quedado antigua, fuera de época. Por eso vive en pleno desconcierto. Por eso sufre esas convulsiones. Su tiempo de las catedrales es el viejo teatro neoclásico. Todo Macron está en Corneille

Patrias hay un montón. Muchas veces, se dice que la patria es la lengua, el idioma. Otros creen que nuestra patria es nuestra infancia. Quizá esto se manifieste en La infancia recuperada, aquel libro de Fernando Savater sobre las lecturas de su niñez. O tal vez lo que ahí se vea es que la patria infinita son los libros. Max Aub aseguraba que uno era de donde había hecho el bachillerato; pero, claro, solo podían darse por aludidos quienes hubiesen estudiado bachillerato, que, en la España de su época, más bien eran pocos. Yo nací (perdonadme) en la edad de la España boomer, y fui carne de BUP, como aquella inmensa mayoría de ángeles atroces, que dijo Blas de Otero.

Pero acaso fue en el COU cuando nos hicieron leer el libro. Entonces, Fernando Poblet ya era un cincuentón, y decía que COU COU le sonaba a Mau Mau. Salía en Radio 3 y escribía muy bien. Hacía tiempo que había sucumbido en la guerra entre su voz y su pluma, y su voz le había condenado para siempre al destierro del folio leído. No le demos más vueltas, y pongamos que fue el profe de literatura de COU (se apellidaba Serra) quien nos mandó leer Tiempo de silencio, la única novela que publicó en vida Luis Martín Santos.

Estaba muy impresionado por una frase larguísima, que empezaba diciendo: Hay ciudades que..., y entonces Martín Santos introducía un montón de subordinadas, y una página después concluía la frase sentenciando: ...no tienen catedral. Es decir: Hay ciudades que no tienen catedral. Quien estaba impresionado era el profesor. A mí nada me sorprendía entonces, porque era joven e inculto (esto último no se me ha pasado), de modo que todo me parecía normal. No tenía con qué comparar y creía que lo extraordinario era natural. Y que lo natural era vivir de modo extraordinario.

Hay ciudades que no tienen catedral, y otras, como París, que por nada del mundo están dispuestas a perderla. Porque las catedrales no solo son un centro religioso, también se han convertido en arte, en historia, en literatura, en cultura, en símbolo de una ciudad y hasta de todo un país. Es el caso de Notre Dame, de París. Desde Victor Hugo hasta Fulcanelli, su misterio llega a todas partes. Y su verdad y su época (el tiempo de las catedrales) han sido recogidas por grandes historiadores como Georges Duby. En España, también tenemos catedrales, pero no tenemos nuestros Georges Duby (estuvimos a punto, pero vino la guerra y después la dictadura), ni tampoco hubo aquí un Fulcanelli (hemos de conformarnos con el barrizal de Íker).

Tras cinco años de obras y restauración, la ceremonia de reapertura de la catedral de Notre Dame de París (devastada por el fuego) ha supuesto todo un acontecimiento mundial. Lo retransmitieron por Eurovisión, y estuvieron presentes los grandes dirigentes de muchos países. Donald Trump fue recibido como presidente de facto. Zelenski llegó vestido de ciudadano invadido. Los demás iban de gala, como la ocasión requería, excepto los bomberos que habían participado en la extinción del incendio, que asistieron con traje de bombero. Durante una hora y media larga, Macron y su mujer recibieron uno a uno a los invitados, a la puerta de la catedral, bajo la lluvia nocturna, bueno, habían puesto una carpa. El obispo de París golpeó tres veces la puerta con el báculo (con la base, no con la voluta), y en cada una de esas tres ocasiones le pidió a la catedral que abriese sus puertas a los fieles. Desde dentro, un coro de niños respondía que estaban en ello y, de paso, daban la bienvenida.

Ser creyente no era importante en ese momento. Bastaba con tener fe en la cultura, con hacerse cargo de que el tañido de aquella campana, que de nuevo se escuchaba, procedía del viejo tiempo de las catedrales. Antes de la liturgia, que mayormente fue un conciertazo de órgano, entre Johann Sebastian Bach y el John Lord del Made in Japan (también, al final de cada pieza, el obispo le pedía al “muy sagrado órgano”, que tocara otra), el presidente Emmanuel Macron pronunció unas palabras de agradecimiento a los asistentes. Nada más laico en su contenido, en su aspecto, en su actitud. Acabó dando vivas a Notre Dame, a la República y a Francia (el país donde un Jefe de Estado, que se ha declarado agnóstico, puede decir viva la República dentro de una catedral).

Al día siguiente, un chiste de prensa, era una doble viñeta, mostraba una caricatura de París en 2019, con la catedral ardiendo y la ciudad intacta, y otra de París en 2024, con la catedral intacta y la ciudad en llamas. Porque, ahora, la política francesa está que arde. Pero ese teatro es distinto al drama litúrgico, al auto sacramental (la función religiosa medieval, tan recargada de escenografía), con que se reabrieron las puertas de Notre Dame.

La política francesa sigue pegada a su academia. Esto quiere decir que se ha quedado antigua, fuera de época. Por eso vive en pleno desconcierto. Por eso sufre esas convulsiones. Su tiempo de las catedrales es el viejo teatro neoclásico. Todo Macron está en Corneille. No ha habido presidente de Francia que no haya obedecido al precepto de Corneille, según el cual el amor es una cuestión de Estado. En Corneille, no hay honor sin amor, aunque ambos acaben enfrentados. Por otra parte, visto lo que le ha pasado con su Gobierno, ¿porqué no dimite Macron? Porque también lo decía Corneille: no hay nada tan lamentable como que un actor se retire de escena sólo porque ya no tiene con quien hablar. Sin poder recurrir a la confidencia, solo le queda el monólogo. Así, Macron, como la escenografía en Corneille, busca sustentarse por la fuerza de los aparatos, de las máquinas. La obra más famosa de Corneille es El Cid, una tragedia que acaba bien. A eso se agarra Macron.

Pareciendo cómico, Mélenchon es un trágico, como los dramas de Racine. Un tipo que se cree sencillo, y se considera representativo del pueblo, pero que siempre acaba metido en unos líos tremendos y atrapado en situaciones alambicadas. Con la complejidad psicológica, Racine hizo teatro de mujeres, Andrómaca, Ifigenia, Fedra..., y, preso de sus laberintos mentales, Mélenchon aspira a hacerse con el Estado. Lo que pasa es que a Mélechon se le entiende menos que a Racine.

Es Marine Le Pen heredera de Molière, la reina de la comedia. Al igual que Molière, la dirigente ultra cree que la naturaleza de la gente no cambia y que la vida es inmutable. Los caracteres no varían, somos como somos de nacimiento, y todo consiste en salvar el pellejo. Un hipócrita será un hipócrita toda la vida, lo mismo que un hipocondríaco, lo mismo que un misántropo. Todo el mundo está condenado a ser lo que es, sin remisión. Como también cree eso sociológicamente, Marine Le Pen es de ultraderecha. Los rasgos distintivos de Corneille, Racine y Molière los he aprendido con el manual de Edgar Ceballos, Cómo escribir teatro (Escenología editores, 2013).

Fuera del mundo, el viejo Jean-Marie Le Pen pertenece a la antigüedad clásica, donde la fatalidad doblegaba a los mortales, donde Edipo nacía condenado a ser incestuoso. Entonces, cada pasión acababa con un sacrificio. Esta misma concepción de lo inamovible es lo que ha hecho cómica a su hija, Marine, pues ha llegado después, y ya no hay dioses en los que creer. Lo que en su padre era patético, en ella es sarcasmo. El valedor de las primeras obras de Molière fue Racine, aunque luego se enemistaron. Ahora sucede al revés, y ese aval se plasma en las mociones de censura.

El teatro va siempre por delante de la sociedad. Todo el neoclasicismo de Corneille, Racine y Moliere, aquel teatro nacional que se convirtió en modélico, fue derribado de un plumazo y reinventado por un irlandés, un rumano y un loco. Desde el principio, se tildó de absurdo el teatro del irlandés Beckett y del rumano Ionesco, y de cruel el teatro de Artaud. Y ellos lo defendieron así. Hoy, a las puertas de una política enterrada en cenizas y anquilosada, golpean tres veces los extraños, gentes de orígenes lejanos, a menudo tachadas de crueles y absurdas. Y sin embargo, la política les pertenecerá un día a ellos, sin más preparación que su instinto de vida, más fuertes al final que el patrón que les paga, como dijo Gil de Biedma en su paseo en solitario por Barcelona.

Pero todo esto se lo perdió España el otro día, pues no hubo ningún representante del Gobierno en la ceremonia de reapertura de Notre Dame. País de catedrales (Burgos, León, Santiago, Salamanca, la Sagrada Familia en Barcelona consagrada por un Papa...), país europeo desde el principio, desde la primera página de Georges Duby, España nunca está, quizá porque no existe.