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Декабрь
2024

La necesidad que tenemos de ser salvados

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El Adviento, que es un tiempo de renovación espiritual y fortalecimiento de la fe, nos hace descubrir que nuestra condición humana está destinada a participar de lo divino. Así se manifiesta en la invitación que el profeta Isaías hace al pueblo oprimido en Babilonia para que desande los pasos de su exilio y regrese a la tierra de la libertad y la alabanza a Dios. El evangelio nos presenta a Juan el Bautista, «el más grande entre los nacidos de mujer», quien nos confirma la llamada a vivir la integridad de nuestro propio ser, de cara a la manifestación del Señor que viene a conducirnos, por medio de su cruz y resurrección, a la eternidad. Leamos y meditemos:

«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios”.» (Lucas 3, 1-6).

Con la introducción del ministerio de san Juan Bautista en el Jordán, san Lucas expresa el cumplimiento de las promesas de Dios a Israel de enviarle un Salvador. Este Mesías es a la vez Hijo suyo, de su misma substancia. Por tanto, es Dios quien viene a encabezar la historia de su pueblo en primera persona. Esto nos habla también a nosotros hoy sobre la necesidad que tenemos de ser salvados. Cristo viene como el esperado, aquel por quien recibimos la gracia y la libertad.

Pero el nombre de Cristo aún no ha sido presentado en su vida pública por parte de nuestro evangelista, porque este centra ahora la atención en el Bautista y su misión de preparar el camino al que ha de venir. Su figura da continuidad a la tradición de los profetas del Antiguo Testamento, quienes hablaban en nombre de Dios para trasmitir palabras de corrección y de consuelo. El lugar donde aparece el Precursor también evoca la historia hebrea: El desierto y el río Jordán, que recuerdan el árido camino y la entrada a la Tierra Prometida. Son también imágenes de la purificación que el pueblo ha de vivir antes de gozar la libertad. Efectivamente, el estilo de vida y el modo de vestir de Juan recuerdan a Elías, el gran profeta.

El Bautista anuncia y ofrece un bautismo de penitencia, al cual se someten numerosas personas movidas por su predicación de la inminencia del reino de Dios. Él también nos recuerda la naturalidad de Adán, el primer hombre, quien debe ser purificado para volver la inocencia original de la que gozaba antes de pecar. Por tanto, el anuncio de Juan nos mueve a pasar también nosotros por esta purificación interior y exterior, simbolizada en el rito del bautismo de penitencia y renovación. Así la liturgia nos invita a prepararnos para la Navidad, despojándonos, purificándonos y reencontrando la verdad. Esa nos exige enderezar lo que en nosotros está torcido, reparar lo dañado, elevar lo hundido y abajar lo altivo. Porque nuestra existencia debe ser transformada gracias a la escucha de la Palabra divina y a la penitencia, que no nos deja en la humillación, sino que nos eleva.

Pero las lecturas de este II domingo de Adviento coinciden este año con otra figura que, aunque la liturgia no la nombra todavía, también es fundamental en este tiempo de preparación al nacimiento de Cristo: la Virgen María, a quien cada 8 de diciembre recordamos bajo el título de “La Inmaculada Concepción”.

Contemplar el misterio de la Virgen Madre, preservada de toda mancha de pecado desde su misma concepción, nos centra también en el misterio final por el cual el Hijo de Dios asume nuestra naturaleza: la divinización del ser humano. Efectivamente, lo que Dios pudo, quiso y realizó de antemano en María es lo que quiere realizar finalmente en la vida de cada cristiano. Sin duda, no somos inmaculados, pero la gracia de Dios sí puede santificarnos, es decir, quitarnos el lastre del pecado y asemejarnos cada vez más a Dios. Ese don ya lo hemos empezado a recibir en el Bautismo, y va aumentando en nosotros al practicar la fe, la esperanza y la caridad y al recibir los sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Confesión.

Démonos cuenta de que es mucho lo que necesitamos purificar. Nos hace falta abajar nuestra soberbia y autosuficiencia, al tiempo que nos elevamos de la falta de amor y de verdad. Lo tortuoso en nuestra vida ha de ser enderezado y convertido en un camino real, para que por él entre a nosotros la gracia de Dios. Por tanto, volvamos hoy a nuestra consagración bautismal, cuando fuimos despojados del viejo pecado y renacimos a la vida nueva en Cristo. Hagámoslo examinando nuestra conciencia desde todo aquello a lo que renunciamos en ese momento:

¿Renunciáis a Satanás, esto es:

al pecado como negación de Dios;

al mal como signo del pecado en el mundo;

al error, como ofuscación de la verdad;

a la violencia, como contraria a la caridad,

al egoísmo como falta de testimonio del amor?

¿Renunciáis a sus obras, que son:

envidias y odios;

perezas e indiferencias;

cobardías y complejos;

tristezas y desconfianzas;

injusticias y favoritismos;

faltas de fe, de esperanza y de caridad?

¿Renunciáis a todas sus seducciones, como pueden ser:

creeros los mejores, únicos y poseedores de la verdad;

creeros que ya estáis convertidos del todo

y perderos en las cosas, medios, instituciones y reglamentos

en lugar de ir a Dios?