1975-2024: XLIX Años de Paz (sin Franco)
Se han cumplido 49 años desde la muerte del dictador y en el camino ha habido de todo: esperanzas y decepciones, progreso y regresión, pero la actual violencia política incruenta es una amenaza para el bienestar general
El anterior memorando - 1974-1975: El año y medio que duró la muerte de Franco
En el anterior Memorando dejamos al dictador agonizando en la habitación 103 de la Ciudad sanitaria La Paz. Quienes instrumentalizaron su final decidieron que muriera oficialmente en la madrugada del 20 de noviembre, unos dicen que para hacerlo coincidir con la de El Ausente, José Antonio Primo, fusilado el 20 de noviembre de 1936, y otros, que para controlar la información y la reacción ciudadana a la sentida, deseada, esperada noticia del Gran Óbito. Los testimonios más fiables indican que la muerte cerebral le sobrevino en la tarde-noche del día 19, pero la orden de desconectar el respirador artificial no se dio hasta comenzado el día siguiente.
Como fuera, 2024 es el 60º aniversario de aquella monstruosa campaña de imagen de la dictadura administrada por su ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, titulada 'XXV Años de Paz' –paz de los cementerios, paz y ciencia (paciencia), la caracterizó el ingenio popular– y es víspera del medio siglo de verdadera paz, sin Franco, el mayor periodo pacífico de la historia de España. El 20 de noviembre de 1975 comenzaba esta nueva era que vivimos.
Pero antes de rememorar estos XLIX Años de Paz (sin Franco), hagamos una visita a otra habitación hospitalaria, la 609 de la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco, donde el 9 de julio de 1974 había sido ingresado el dictador aquejado de una tromboflebitis. Hacemos esta parada para dar a conocer en exclusiva a los lectores de elDiario.es el documento inédito de la cesión de poderes de Franco a Juan Carlos, cuyo texto era conocido, naturalmente, pero no su redacción y formato original.
Nos lo proporciona Ignacio Vasallo, viejo amigo de los tiempos de Cambio 16, que fue director general de Promoción del Turismo en el primer gobierno socialista y fundador y primer director general de Turespaña, además de colaborador de este periódico y atento lector. Ignacio era por aquellos tiempos tardofranquistas técnico de información y turismo y, como otros funcionarios liberales y socialistas del ministerio, bajo la égida de Pío Cabanillas –quien, consciente de su inestabilidad y de que sus protegidos caerían con él, le ofreció un destino en el exterior: escogió Estocolmo–.
El 19 de julio, tras un episodio hemorrágico de cierta gravedad, el dictador firmó la cesión de poderes al príncipe. La nota informativa la redactó el subsecretario del ministerio de Información y Turismo, Manuel Jiménez Quílez, en papel con el logotipo del hospital y al dictado del presidente del Gobierno, Arias Navarro. Jiménez Quílez, un periodista del régimen proveniente del propagandismo católico, lo llevó al ministerio para su distribución. El propio Ignacio Vasallo tuvo la oportunidad de editar el documento y corregir alguna errata. Las correcciones que se aprecian son de su puño y letra.
En la brillante crónica que escribió José María Izquierdo en el suplemento especial de El País en el décimo aniversario de la muerte del dictador (20 de noviembre de 1985), nos informó de que Televisión Española tenía programado emitir la noche del deceso la película Satán nunca duerme (Leo McCarey, 1962), pero que, dada la anfibología del título, decidió suspenderla, a pesar de que los malos eran las tropas revolucionarias de Mao Zedong, que, en 1949, atacan una misión católica en el sur de China. En cambio, no hubo ningún problema, ni tacto, en abrir la temporada de zarzuela con El rey que rabió, de Ruperto Chapí y libreto de Ramos Carrión y Vital Aza, pariente cercano de uno de los doctores del famoso “equipo médico habitual” que cuidó de Franco.
37 años después de escribir su El general Franco en los infiernos (1938), la maldición del poeta chileno y comunista Pablo Neruda, se hace realidad:
Aquí estás. Triste párpado, estiércol
de siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo, cifra
de traición que la sangre no borra. Quién, quién eres,
oh miserable hoja de sal, oh perro de la tierra,
oh mal nacida palidez de sombra.
(...)
Como el agudo espanto o el dolor se consumen,
ni espanto ni dolor te aguardan. Solo y maldito seas,
solo y despierto seas entre todos los muertos,
y que la sangre caiga en ti como la lluvia,
y que un agonizante río de ojos cortados
te resbale y recorra mirándote sin término.
Su lectura, unos años antes, en un festival de poesía en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense durante una de las múltiples huelgas universitarias, le había valido al autor de este artículo unos días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad y una cuantiosa multa.
Las violencias de la transición
El miedo a una nueva guerra civil en España impidió, entre otras muchas razones, la intervención de las potencias aliadas en la dictadura franquista, especialmente en los primeros lustros de posguerra. Y algunos de esos recelos se reavivaron a la muerte del dictador. Lo dice la historiadora francesa Sofhie Baby. “En los 70 se esperaba la guerra civil, la percepción era que habría un millón de muertos”. Lo dijo a propósito de su libro El mito de la transición pacífica. Violencia y Política en España (1975-1982) (2012), en el que contabiliza 714 muertos y 2.927 actos violentos desde el 1 de diciembre de 1975 al 31 de diciembre de 1982: “¿Qué son 100 o 200 [muertos] en todo el territorio nacional en comparación con lo que se esperaba?”
Por fortuna, no sufrimos la temida violencia generalizada, pero, por desgracia, sí la de los fascismos, limitada a pesar suyo. Violencia de la ultraderecha perdedora, asesina de los abogados laboralistas de la calle Atocha, de los estudiantes de Madrid, de Montejurra (9 de mayo de 1976), de los remitentes de bombas a los medios de comunicación –la enviada a Cambio 16 inauguró la serie, aunque sin víctimas, no como las utilizadas en El Papus y en El País–, violencia de las mafias policiales...
Y la violencia ciega de las ultraizquierdas revolucionarias y nacionalistas que eligieron continuar su carrera asesina en vez de rehabilitarse con la democracia: ETA, que había comenzado en 1968 su actividad asesina, se cobraría más de 800 vidas hasta su desaparición, incluso asesinando a sus jefes –Pertur, Yoyes...: pocos– que dudaron del terrorismo como método de 'diálogo'. Un pantano de sangre al que otros iluminados sumaron sus charcos, como los GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), que, con el ideal puesto en la Albania comunista de Enver Hoxha, aportaron cerca de un centenar de asesinatos a la “liberación de España”.
En fin, la violencia institucional, como la del Fraga de los sucesos de Vitoria (3 de marzo de 1976) y las “32 víctimas mortales en manifestaciones, siete a consecuencia de torturas y 139 en incidentes policiales” (Sophie Baby).
A la que hay que añadir la violencia ejercida por el Estado o por sicarios protegidos por él con la excusa de la defensa propia: la de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación, que asesinaron a una veintena de etarras, y a algunos más que no lo eran, durante los primeros años de gobierno del PSOE) y la de los 'gal' antes de los GAL (Antiterrorismo ETA, Triple A, Batallón Vasco-Español..., que cometieron más de 40 asesinatos siendo ministros del Interior desde Fraga a Juan José Rosón, pasando por Martín Villa y Antonio Ibáñez Freire).
Hasta que el ansia de poder de la derecha rompió las reglas del juego en los años 90, hubo un acuerdo tácito en mirar a otro lado cuando un etarra era asesinado. Nadie puede decir que no lo sabía –y menos que nadie, el PNV– y solo el PCE puede decir que lo condenaba públicamente. Los que luego se alzaron con la bandera de la oposición a lo que denominaban “terrorismo de Estado” habían aplaudido, no habían dicho nada o habían pedido a los asesinos “más eficacia y más discreción”. Y como su única estrategia consistía en derribar al PSOE del poder, no tuvieron interés en que la Justicia revisara la cuarentena de asesinatos cometidos bajo gobiernos de la derecha, de Arias Navarro a la UCD, vivero del PP.
Mariano Sánchez Soler cuantifica en 3.000 personas, 593 muertos y 2.300 heridos, víctimas directas de la violencia institucional (La Transición sangrienta, 2018). Pero el historiador vasco Gaizka Fernández Soldevilla rechaza el calificativo: que entre abril de 1931 y julio de 1936 la violencia política se cobrara las vidas de 2.629 personas–según el historiador Eduardo González Calleja–, no hacen menos democrática a la II República ni permiten hablar de una “República sangrienta”, salvo como coartada para los golpistas del 18 de julio.
“La violencia no fue producto de la Transición”, concluye Fernández Soldevilla, responsable del Área de Archivo, Investigación y Documentación, Centro Memorial para las Víctimas del Terrorismo, “sino de quienes se oponían a ella”. Y si se minimizó fue porque, dice la historiadora Sophie Baby, “hubo una verdadera voluntad desde antes de que empezara la Transición de hacer un cambio político muy pacífico. La voluntad de hacer un tránsito pacífico a la democracia llegó a ser un marco de interpretación de la Transición y llevó a fenómenos de no ver o no querer ver la violencia”.
El seguro de la legalidad
A pesar de ello, la Transición fue una mezcla de generosidad y empuje que esa violencia multimodal empaña pero no descalifica. Grandes figuras políticas que venían de ideologías de otros tiempos –el comunista Santiago Carrillo y el falangista Adolfo Suárez– estuvieron a la altura de lo que les tocaba protagonizar, incluso a costa de un sacrificio personal, posiblemente injusto, y otras emergentes de no menor talla –el socialista González y el 'popular' Aznar– renunciaron a dogmas ideológicos para modernizar España en tiempo récord.
En el debate inicial entre reforma y ruptura se impuso la primera, con ventaja de la derecha en el desarrollo de la transición, como se sostiene con razón contra la opinión contraria, cumpliendo con el axioma lampedusiano de cambiar algo para que todo siga igual. Pero si no se puso en duda la monarquía como fórmula institucional ni por comunistas ni por socialistas entonces marxistas –por mor de la estabilidad y el pragmatismo–, menos se iba a discutir el sistema económico y social. Es más, la izquierda y la clase trabajadora figuran en la élite de los forjadores de la Transición, sacrificando tanto sus axiomas ideológicos como su bolsillo, sencillamente. Los Pactos de la Moncloa (1977) lo certificaron.
Pero un beneficio mayor de la reforma fue, al final, la continuidad de la legalidad, aunque la franquista hubiera sido impuesta a sangre y fuego. Pues, por un lado, fue una coraza moral contra una clase militar y un gran capital corrompidos y siempre dispuestos a obtener réditos personales y, por otro, porque permitió retomar la historia en el punto en que fue asaltada. Si Alfonso XIII hubiera reinado sobre la matanza civil, quizá su nieto el rey Juan Carlos no hubiera podido concitar la enorme aceptación de que gozó la monarquía en la transición, una referencia de estabilidad, a veces la única en mitad de turbulencias políticas y deslealtades nacionalistas, revalidada con el frustrado golpe de Estado del 23F de 1981. Hasta que sepamos toda la verdad sobre su origen, desarrollo y papeles protagonistas, de lo que no cabe duda es que supuso un impulso decisivo para la democracia y una vacuna definitiva para el aventurerismo militar, 'condenado' a ser un ejército europeo, integrado socialmente, civilizado.
Hubo, sí, un “pacto del olvido”. Las injusticias, los sufrimientos de las víctimas de la dictadura, “todo esto”, escribe Paul Preston, “tuvo que olvidarse durante la transición por la necesidad primordial de evitar obstaculizar con amarguras y rencillas un proceso delicadísimo. El pacto del olvido fue ineludible dentro del contexto de los años setenta, cuando había un búnker bien armado” (El triunfo de la democracia en España, 1986).
Como todas las revoluciones, incluso las burguesas y las de seda, la Transición se tragó a líderes antiguos y nuevos, y tópicos que parecían esenciales para la existencia de una Patria que sólo podía escribirse con mayúsculas.
Una de sus víctimas colaterales fue la inesperada independencia de la prensa que floreció entre el final del franquismo, la Transición y los primeros gobiernos socialistas, aunque el acoso y derribo de Suárez y su derecha centrista y europea ya anunciara el principio del fin.
Golpe a golpe
Quizá la filosofía política y la económica crecían en una dirección de regresión predeterminada como para permitirse una prensa libre, románticamente al servicio del progreso de los ciudadanos y de la libertad, en vez de, pragmáticamente, al de su destino histórico, marcado desde el principio de su existencia: una arma de los grupos de poder para apuntalar sus intereses.
Viví la involución de la prensa española en Estados Unidos como corresponsal del Grupo Zeta. Inmerso en una sociedad donde la prensa libre, siempre relativamente, era tan apreciada como el oxígeno del aire y alejado de la presión de los acontecimientos diarios –y el ritmo cotidiano de la política española ya era infernal–, el panorama me parecía verdaderamente escandaloso. Tanto que, luego, no me sorprendió que el virus del mesianismo inoculado por la propaganda afectara a cerebros débiles como los de Antonio Tejero, Jaime Miláns del Bosch, la pelagra golpista.
Prensa y políticos se empeñaban en una demolición casi suicida de las instituciones democráticas con ayuda de deslealtades nacionalistas y el terrorismo. De ahí y con la posterior descomposición de la gobernación socialista, la prensa española se abismó en lo que era a finales del siglo pasado: salvo un número reducido de medios que sostenían excepcionalmente su independencia, volvía a ser lo que había sido hacía veinticinco años y un día: prensa partidaria, mayoritariamente al servicio del poder de un PP que, al contrario que el PSOE, supo reconstruir una 'neocadena del Movimiento' con los medios públicos, con diarios y grupos editoriales privados y con la mayoría de las cadenas de radio y televisión.
Tras el 23F y la instauración del rigor político, la ciudadanía, más bien marginada salvo para dar su voto en referendos –reforma y Constitución– y elecciones se empeñó en conservar, fortalecer y desarrollar las libertades. De modo que, de manera aplastante, confió su gobernación al PSOE con el mandato de volver del revés la sociedad española. Pero desde meter en vereda la vagancia funcionarial –la modernización fue un sarcasmo: aumentar las vacaciones con los días llamados moscosos en homenaje al ministro que los concedió– al aborto limitado, el ingreso definitivo en la OTAN, el incremento de la desprotección de los desprotegidos, la precariedad laboral y la reducción de los derechos adquiridos de los trabajadores al tiempo que engordaba el capital a costa de las clases medias y las propiedades públicas saldadas, etcétera, etcétera, recondujeron el empuje, el libertarismo, el sexo, la 'movida' –y el 'rock ‘n roll'–, en fin, las ganas de vivir a la realidad pragmática de la undécima potencia industrial –en nombre de quién era otra cuestión–. El 92 fue cenit y celebración mundial de la nueva España democrática, pacífica, integrada.
El desencanto que se arrastraba desde el suarismo se mantuvo más o menos equilibrado entre la cal de la decepción y la arena del entusiasmo, ambas felipistas, hasta cristalizar en las postrimerías de los gobiernos socialistas: la corrupción económica de destacados dirigentes del PSOE, y el aroma del 'becerro de oro' extendido por toda la sociedad, generó una gran frustración y la desmovilización, acaso definitiva, de la ciudadanía. Excelente caldo de cultivo, pues, para el asalto de la derecha al poder, servido eficazmente por una conspiración de grupos de presión, medios y periodistas que, según las palabras de uno de sus mascarones de proa, Luis María Anson, pusieron al estado “al borde del abismo”. Tras un lustro de violencia mediática, del “váyase, señor González” del PP, la sociedad claudicó con mayoría simple en 1996 y, ya confiada y siempre amante de estabilidad, con absoluta en 2000.
Pero como Aznar se preciaba de no tener carisma, coherentemente, no despertaba sino indiferencia. La respuesta popular a su eslogan preferido, “España va bien”, solía ser: “Para ellos”. A la corrupción se la llamaba amiguismo y las vacas flacas ya pastaban en el horizonte de una sociedad pancista, descreída, sólo motivada por el interés particular, empobrecida y más diferenciada en clases. Y encima zarandeada por el terrorismo más brutal y enceguecido, a estas alturas monopolizador de las violencias de la transición, que habían sido desmontadas una a una.
La vida sigue igual, con matices
Si la segunda mitad de este periodo cambió el signo de la violencia, multiplicó el de la corrupción. Pero el PSOE fue rechazado más por su implicación en la guerra sucia que por el contexto de corrupción económica en el que Felipe González finalizó su dilatado mandato. Da la sensación de que la ciudadanía da por descontada la corrupción como una práctica inherente a la gobernación. Lo que explica la contradicción que supone que la corrupción figure en lugar secundario en el listado de las preocupaciones ciudadanas en los 'barómetros' de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) –en los que varía del 2 al 12%, en febrero y marzo pasados, respectivamente–, mientras que en las encuestas específicas, los 'eurobarómetros' de la Comisión Europea, la preocupación de los españoles por la corrupción asciende casi hasta el 90%.
Motivos, haylos: el estudio sobre la corrupción en España en el periodo 2000-20, realizado por José Abreu, de la Universidad de Las Palmas, recoge 3.743 casos de corrupción (85% en el ámbito municipal) y el liderazgo del Partido Popular (40,5% de los casos), que, además, ostenta el récord de ser el único partido político de la Europa occidental en haber sido condenado como organización por los tribunales de justicia –por tres veces, hasta el momento; una de ellas, ya en firme ratificada por el Tribunal Supremo–, como partícipe a título lucrativo de las actividades corruptas de sus miembros. Le sigue de cerca el PSOE, implicado en el 38,3% de los casos, y entre ambos cuentan con algún cargo implicado en el 75,8% de las causas (Institut de Recerca en Economia Aplicada Regional i Pública, Universidad de Barcelona, 2022).
Si la percepción popular señala al PSOE como principal beneficiario de la corrupción no es porque responda a la realidad, que es la contraria, sino porque es el resultado de un relato partidario afianzado por la propaganda. No hay cifras científicamente fiables sobre los beneficios de la corrupción obtenidos por unos y otros –en 2016, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) cifraba en 90.000 millones de euros al año el coste de la corrupción en España–, pero de los casos recopilados en, por ejemplo, la página Casos Aislados, se deduce, incluso exceptuando casos como el del rescate bancario o la amnistía fiscal de Rajoy Montoro, que el PP es el mayor tragaldabas en el festín de la corrupción.
Y es que en esta segunda mitad del medio siglo transcurrido desde la muerte del dictador, lo que era una realidad en el año 2000, la oligopolización de la comunicación, se ha acentuado, a pesar de que la digitalización ha permitido la aparición de nuevos medios de jóvenes editores que ha enriquecido las mermadas filas de la prensa independiente.
Pero también se han multiplicado organizaciones y medios volcados en la desinformación, cuya difusión abre las puertas del 'lawfare', táctica de acción mediático-judicial en la que el PP roza la maestría: un presidente del PP denuncia los tejemanejes del hermano de la presidente de la Comunidad de Madrid y el suelo se abre a sus pies y lo sumerge en el foso de los tiburones; el novio de la misma señora confiesa sus delitos, fiscales y otros, y quien resulta imputado es el Fiscal General del Estado.
Según la propaganda del PP y sus medios, ETA sigue activa, a pesar de que el 20 de octubre de 2011, la banda etarra se rindió tras una carrera criminal de 43 años en los que asesinó a 853 personas en 3.500 atentados que dejaron otras más de 7.000 víctimas. La desaparición del terrorismo nacionalista ha hecho de España uno de los países más seguros del mundo (el 23º de los 206 del mundo, según el Global Peace Index, 2021) y con menor criminalidad. El Democracy Index 2023, que evalúa la condición de los gobiernos, considera a España como una de las 24 democracias plenas del mundo. De la buena marcha económica hay reconocimiento internacional a menudo... Pero para el PP, mejor dicho, para su estrategia política y comunicacional, España es una dictadura en quiebra amenazada por la invasión criminal de los migrantes ilegales.
Ha desaparecido la violencia política cruenta, pero a los casi cincuenta años de la muerte de Francisco Franco, una vida, tres generaciones, se ha impuesto una violencia política no por incruenta menos destructiva. Vivimos una época de crispación, polarización y enfrentamiento, en la vida política, tanto en la práctica, donde el consenso es noticia excepcional, como en las actitudes y el lenguaje: que hiere.
Meritxell Batet, que fue presidenta del Congreso en la anterior legislatura lo retrató en su discurso del 44º aniversario de la Constitución, el 6 de diciembre de 2022: “El Parlamento es un lugar único. Quienes formamos parte de él debemos ser conscientes de esa singularidad. Es el lugar en el que todos los ciudadanos están representados, pero en él también deben sentirse representados” y esperan “que la palabra se utilice para argumentar, no para herir. Para proponer, no para ofender. Para construir, no para zaherir. En nuestras manos está no defraudar esa confianza”.
En sus manos y en las nuestras: en separar el trigo de la paja, la información de la propaganda, la realidad que vivimos del ansia desbocada de poder.