Geometrías de Brasilia
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El panorama del que disfruta el viajero que pasea entre las fuentes del jardín Burle Marx , situado en mitad del eje central de la ciudad de Brasilia , es tan despejado que ni siquiera, como en tantos otros parques del mundo, se ve alterado por la siempre enojosa presencia de las palomas. No es que no las haya en otros puntos de la urbe, pero allí no se ve ni rastro de ellas. Al cabo de varios días, emerge una hipótesis: los que se ocupan de mantenerlas alejadas son los carcarás -ave rapaz de la familia de los falcónidos, y de buena envergadura- que continuamente vigilan por allí. Apostados en las inmediaciones del eje que cruza con el central, se recortan contra el paisaje lejano dominado por los ministerios y las torres del complejo del poder legislativo. Hay que forzar la imaginación para representarse que hace menos de siete décadas aquí no había nada. Que la ciudad, de amplísimas avenidas con seis carriles por sentido, extensa y de rotundos edificios que se recortan en medio de las más vastas perspectivas, se levantó toda de cero según el proyecto, el sueño o el delirio de su fundador, el presidente Juscelino Kubitschek , y sus principales artífices, el urbanista Lúcio Costa y el arquitecto Oscar Niemeyer , que firma los inmuebles más icónicos de la que desde 1960 es la capital del Brasil. Su criatura racionalista, donde hasta los nudos de comunicaciones están diseñados para que todo fluya de la mejor manera posible -los atascos son inexistentes, los coches avanzan raudos por sus vías y apenas en hora punta cabe ver alguna aglomeración de tráfico-, es una de las capitales más singulares del mundo, en la que se combina una extraña belleza futurista con el paso del tiempo sobre sus aristas y materiales. Con sus geometrías audaces y las fachadas deslucidas, o las grises carpinterías metálicas de aluminio, se la ve moderna y antigua a la vez. Resulta ser por otra parte una de las ciudades más seguras de Latinoamérica, por la que puede uno deambular a cualquier hora, e incluso extraer el teléfono móvil del bolsillo en la vía pública, sin que su acompañante local lo urja a esconderlo para seguir una jornada más con vida. Eso no quiere decir que todo el tejido urbano sea igual, y menos en cuanto uno sale del núcleo originario, en forma de avión, con el fuselaje apuntando de oeste a este, y las alas de norte a sur. En este todos los sectores están compartimentados -hoteles, comercios, embajadas, sedes del Gobierno, cada cosa tiene su zona específica-, obedeciendo férreamente al designio de quienes la concibieron; pero, en el otro extremo, dentro del área metropolitana de Brasilia está la favela más grande de toda América Latina, Sol Nascente , donde los índices de criminalidad no son tan altos como en otros lugares del país -frente a un promedio de veintitantos homicidios por cien mil habitantes, el área de Brasilia tiene la mitad- pero nadie paga la luz -sí la suscripción a Netflix o la conexión de internet, porque si no te las cortan- y no resulta nada recomendable entrar tras la caída de la tarde, al menos si uno quiere salir vestido o vivo. Sin llegar a ese punto, en torno a la capital ha proliferado una constelación de suburbios, algunos tan emblemáticos como Vila Planalto , donde el racionalismo arquitectónico de Niemeyer brilla por su ausencia, y en el que se advierte a simple vista la otra división del lugar. Lleno de botecos, restaurantes populares, en unos predominan los colores amarillo y verde de la bandera, que identifica al sector bolsonarista de la población, y en otros se impone el rojo, lo que delata a los seguidores del PT de Lula . Entre estos últimos, ninguno más famoso que Tia Zélia , bajo la batuta de la dueña del mismo nombre, una mujer de humilde origen que llegó a la capital en la caja de un camión y que montó este emporio. Su figura y su local alcanzaron celebridad cuando durante la prisión del hoy de nuevo presidente le enviaba en una tartera comida a la cárcel. El propio Lula se deja caer por allí de vez en cuando, y entre semana no es raro ver en el aparcamiento de tierra anexo a su merendero al aire libre los coches oficiales de ministros, senadores y demás próceres de la izquierda. Ahora que esta vuelve a gobernar, no han desaparecido con todo de los inmensos jardines y las anchas vías de Brasilia los indigentes, que acampan donde pueden, y que incluso llega a ver uno durmiendo en mitad de la acera, como un recordatorio de que esta sociedad, una de las más pujantes de América -y del mundo-, tiene sus fracturas y sus asignaturas pendientes. Durante la estancia, con motivo del encuentro de novela criminal organizado por el Instituto Cervantes de Brasilia , hay tiempo para una visita guiada a una de las joyas de la corona, junto con la catedral -con su peculiar campanario, financiado en su día con dinero español- y el Congreso Nacional: el palacio de Itamaraty, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores y, según los entendidos, la obra maestra de Niemeyer . Es un edificio que impresiona por fuera y por dentro, con sus estancias amplias y diáfanas y sin un pilar que sujete los techos que parecen estar suspendidos del aire. Desde su planta superior, abierta a una elegante arcada, quienes acuden a las recepciones oficiales que allí se celebran pueden disfrutar a la vez de una suave brisa y de unas inmejorables vistas del complejo gubernamental. En las jornadas, que se desarrollan en la espaciosa sede del Instituto Cervantes -aquí todo es generoso en superficie, otro ejemplo es la gigantesca Embajada de España, una de las pocas obras del arquitecto español Rafael Leoz , elogiado entre otros por Le Corbusier-, hay ocasión para debatir sobre otras aristas, las de la ficción criminal en estos días convulsos del siglo XXI. El escritor y periodista de São Paulo Marçal Aquino expone la paradoja de su trabajo sobre las capas más desfavorecidas de la sociedad brasileña, que descubrió como reportero y ficcionó como novelista, bajo el continuo reproche de ser un blanco que no podía entender la realidad sobre la que escribía. La argentina Claudia Piñeiro medita sobre cómo el centro siempre es el poder, y de ahí la vocación de la novela negra de acudir a la periferia, allí donde están los desapoderados y los desposeídos, para tratar de contar su versión. El venezolano Marcos Tarre , exiliado en Buenos Aires, recuerda el impacto que el narcotráfico, al que ha dedicado buena parte de su obra, tiene en América Latina, que por su influjo es hoy la sociedad más violenta del mundo. Los españoles Emili Bayo y Berna González Harbour apuntan hacia la necesidad de indagar sobre el miedo y la conmoción que el crimen nos inspira, el primero, y en las potencialidades literarias de un género a menudo tenido por menor, la segunda. A esta misma consideración se adhiere la también española Victoria González , que constata que pese a su carácter emergente, y aun hegemónico en el espacio editorial, la ficción criminal continúa siendo objeto de condescendencia desde la crítica. Algo que en cambio no ocurre a orillas del Río de la Plata, apunta con sagaz criterio el argentino Nicolás Ferraro , quizá porque dos autores que sostienen el canon de la literatura patria, Jorge Luis Borges y Ricardo Piglia , se acercaron al policial con desenvoltura. Por último, la española Blanca Riestra , migrante literaria del español al gallego, reivindica el valor intrínseco de la propia lengua. En conjunto, el esfuerzo de Raquel Romero , directora del Cervantes de Brasilia, y de todo su equipo, alumbra un diálogo sustancioso y sustancial, a la vez que contribuye a la diplomacia cultural en un frente que no es desdeñable para nuestra lengua. Después de haber sido durante unos años de oferta obligatoria en la enseñanza brasileña, y luego retirada, en fechas recientes el Congreso rechazó tomar en consideración una enmienda a la ley de Educación para reintroducirla. En el fracaso, dicho sea de paso, alguna influencia ejercieron nuestros «socios» europeos de Italia, Francia y Alemania, celosos, los tres, de que a sus lenguas respectivas no se les diera el mismo trato. La batalla perdida, no obstante, no debe inclinar a la desesperanza. En sus paseos por las geometrías de Brasilia , el viajero constata que los letreros que las explican están en tres idiomas: el del lugar, el inglés y el español. Formamos, como también acredita el encuentro, parte de una misma conversación que, antes o después, y más allá de la lucidez o la ceguera de los políticos, ha de imponer su ley.