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Teoría del iceberg invertido

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El Dia 

En torno a “Cuento de Navidad”, de Rafael García Romero

La primera propiedad que cualquier lector descubre al abordar la narrativa garciaromeriana es que sus personajes son el contenido. Por alguna maniobra técnica (notable y, no obstante, no tan simple de notar, por lo sutil de su procedimiento), las oraciones que va trazando, las anécdotas que hila como un cáñamo de letras se corporizan, adquieren vida propia, como entidad biológica y –sorprendentemente– también autónoma y con identidad.

Apuntalado por una manifiesta pericia del oficio, despliega esta hasta la fusión formal-contenidista de planos que, sin dejar de ser diversos, convergen en un punto (literalmente “de vista” en este cuento en cuestión): uno “ve” con los ojos de quien está narrando. Tiene que ver con maestría, con un amaestramiento del lenguaje. Tiene que ver con un saber. Un saber narrativo que es hacer hablar a todo, como escribió Foucault: “saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje, en restituir la gran planicie uniforme de las palabras y de las cosas” (ver Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, México, 1968), si bien lo suyo es ir de las palabras a los hechos, que las manifestaciones de las cosas –en este caso, como veremos, cuerpos–, más que a las cosas mismas o las cosas que se dicen del sujeto.

El personaje central se relaciona con el mundo a través de un interfaz de dos salidas: leer y ver, ambos actos disruptivos. El acto de leer (descodificar mensajes encapsulados en escritos) se hace más excepcional cuando se trata de libros, esos “artículos raros, ajenos a su naturaleza y, ciertamente, como fuera de lugar”, y se potencia hasta lo raro, excéntrico –fuera del centro, al borde del conjunto, periférico– si se trata de poesía. “Los versos iluminan, instintivamente, como bálsamo, mi alma y me sirven de consuelo, porque conectan con mis limitaciones”, nos dice a medio camino el narrador interno, y su enunciado hace las veces de indicio, y el indicio por su lado nos sirve de baliza para sondear las aguas del relato, de faro que nos conducirá hasta el quid del cuento.

Así transcurren las acciones: el protagonista no sólo ve, sino que se dedica a ver, a leer la realidad (todo es legible, no existe el no discurso, afirmaba Roland Barthes, ver El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 1987). De tal manera que, más allá de la función puramente ocular, sus ojos miran, se aperciben, observan, avistan, otean un fenómeno específico: los pasos que dan los cuerpos, “la sincronía mágica de las piernas, la gracia y el equilibrio que le confiere sentido al ritmo (…) un paso y luego otro (…) esa ancestral capacidad de los bípedos, que se llama caminar”.

El argumento palpita y late porque el constructo verbal es un tejido orgánico. Es obvio: quien lee ve, y viceversa. Y, además, se lee por hábito, por afición, inexactos sinónimos de vocablo vicio: “soy un adicto extraño e irredento”, dice. “Todos los días, en la mañana, vengo y me dedico a mirar cuerpos”. Adicción como un vicio solitario, no sólo por que es privado, sino porque es ejercido a solas.
Ve los cuerpos desplazarse, y los mira, al parecer, en una situación de encuadre cuyo plano de contexto es un espacio abierto. Pero el registro se da en un plano subjetivo. El obturador de las pupilas funge como cámara registrando motricidades gruesa y fina de múltiples cuerpos sin nombre, de mónadas humanas en un centro comercial. Y, aunque activos, esos cuerpos no tienen otro objetivo que el objetivo subjetivo de las retinas de su narrador. Verdad es que parlotean, posan, acarician, pero en el texto son realidad en bruto. No importa lo que hacen, sino cómo, más el efecto plástico de dicho hacer. A fin de cuentas, los cuerpos están para ser vistos (ese est percipi, “ser es ser percibido”: ver Georges Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Alianza, Madrid, 1992), como fotografías polaroid en tránsito –si algo así fuera posible– reveladas al instante en el cuarto oscuro de su encéfalo.

Ese tejido existencial nos es mostrado (como hubiera querido el mirón Alain Robbe-Grillet, ver Por una nueva novela, Seix Barral, Barcelona, 1973) “con el adjetivo óptico, descriptivo, el que se contenta con medir, con situar, con limitar, con definir”, sin abandonar, empero, la subjetividad del punto de vista único (como no hubiera querido Alain Robbe-Grillet). El mirón de este cuento es un voyeur en una plaza, un brechero al aire libre, y ejerce un voyerismo de cuerpos vestidos y calzados. La única celosía de quien narra es el espacio entre sus párpados, abiertos, entornados, cerrados, pestañeando.

Otro enunciado actúa de informante. En la actualidad del cuento es tiempo de Navidad. El personaje –que ve, que lee– anda a la busca de libros de autores de narrativa breve. Obtiene Cuento de Navidad, un libro escrito por Juan Bosch en 1956. García Romero titula también su cuento Cuento de Navidad, como referencia doble, generándose con ello un efecto matrioska en el lector, encontrándose en el hueco de un texto-muñeca rusa.

Cuento de Navidad es un cuento sin flashbacks ni insertos, desarrollado bajo estructura lineal. Una catálisis continua en cinco páginas, hasta alcanzar el núcleo del relato, que es su desembocadura. Flecha del tiempo en su desplazamiento horizontal, viaja sin embargo en vertical opuesta al principio del iceberg que esgrimía Hemingway (omisión y poda de la información para aumentar la intensidad): el navío de su imaginación naufraga con el impacto visual de tantos cuerpos, con la masa helada de esa suma insólita de gente andando.

Ve cuerpos en movimiento, que confirman su carencia. Y por eso es tan cercano a la autenticidad.

(Cuento de Navidad es una de las piezas narrativas incluidas en su libro En cierta forma, sentimentales, Santo Domingo, Editorial Doble Infinito, 2024. Los otros cuentos son: “Estampida”, “Una amiga soñadora”, “Una despedida formal”, “Una almohada vacía, a tu lado”, “El último otoño de lucidez” y “Las siete puertas del amor”).

León Félix Batista (Santo Domingo, República Dominicana, 1964), es poeta, ensayista y traductor, Premio Nacional de Poesía 2021 por “Poema con fines de humo”. Ha publicado 25 libros en 10 países distintos, y ha sido traducido a cuatro idiomas.

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