¿Qué pensaría Robin Hood de esto?
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Las personas desfavorecidas viven bastantes años menos que las personas favorecidas. Esta afirmación no debería sorprender a nadie. La llamada 'curva de Preston' muestra como los países con más alta renta tienen expectativas de vida que superan hasta en cuarenta años a las que se observan en los países con más baja renta. No sorprenderá saber que los hombres viven cinco años y medio menos que las mujeres y, además, es bien sabido. Pero es poco conocido que los solteros viven menos que los emparejados (ellas no). Por supuesto, las personas fumadoras, menos que las no fumadoras. Los deportes de riesgo y otros estilos de vida poco saludables son también factores determinantes de una enorme heterogeneidad en la duración de la vida. Pero la pobreza mata prematuramente, además de empobrecer. La revista 'Nature' afirma que en España las personas que viven en zonas más desfavorecidas viven casi cuatro años menos que las que lo hacen en zonas más favorecidas. También viven más tiempo los que lo hacen en capitales de provincia que en comarcas rurales. En el límite, debido a factores genéticos, de entorno (sistema de salud, sobre todo) y estilos de vida, cada persona afronta una vida más o menos larga. La reducción por pertenencia a diferentes grupos socioeconómicos es obligada, sin embargo, si queremos entender las enormes implicaciones que tienen estos patrones de la esperanza de vida. Una de esas implicaciones es que la Seguridad Social obliga , en todo el mundo, a que los 'pobres' subvencionen las pensiones de los 'ricos'. Y, desgraciadamente, no es una implicación menor porque a la injusticia de una vida más corta se une la injusticia sideral de que por mor de la primera, al ser las pensiones vitalicias, lo que no reciben los primeros lo reciben los segundos. Imagínense que dos personas, del mismo sexo, representativas de los grupos que hemos denominado 'desfavorecidos' y 'favorecidos' empiezan a trabajar a los 24 años, lo hacen, obteniendo salarios muy diferentes, y cotizando a la Seguridad Social durante 42 años con arreglo a sus salarios, hasta jubilarse a los 66 años. La primera de estas personas representativas vive hasta los 84 años, mientras que la segunda vive hasta los 92 años. En jubilación, por lo tanto, la primera vive 18 años y la segunda 26, siendo estos mismos periodos durante los que cada una recibe su pensión de jubilación. Al cabo de sus respectivas vidas, por cada euro cotizado (resaltamos lo de cada euro cotizado), en igualdad de otras condiciones, el 'rico' habrá recibido un 44,44 por ciento más que el 'pobre' independientemente de su pensión. Este último no habrá transferido, en puridad, ni un solo euro al primero, pero habrá ahorrado a la Seguridad Social una importante cantidad de recursos que esta se habrá gastado en pagar las pensiones de quienes viven más. Y lo habrá hecho, obviamente, sin el deseo manifiesto de forzar a los trabajadores menos favorecidos a operar esta subvención a los más favorecidos. Todos los sistemas de Seguridad Social del mundo, como decíamos, instrumentan esta injusticia de raíz actuarial y ninguno hace nada para evitarlo. Por supuesto, existen coeficientes reductores de la edad de jubilación para trabajadores en ocupaciones físicamente onerosas, como es el caso de los mineros en España o los conductores de tren en Francia (los conductores de tren ya no cargan paletadas de carbón en las calderas), pero estos tratamientos se circunscriben a determinados oficios, no a la capacidad económica de los trabajadores. Aquellos, de hecho, no son oficios mal pagados. También son frecuentes mejores tratamientos económicos para trabajadores desfavorecidos, como los complementos de mínimos para quienes cumplan ciertos requisitos de renta y patrimonio. Pero, de nuevo, estas medidas no están diseñadas para ajustar el factor de duración de la vida de estos trabajadores, sino para la mejora de su renta corriente y sólo por casualidad compensarían adecuadamente aquella discriminación. Las mujeres, como igualmente decíamos, viven más que los hombres, luego estos también subvencionan las pensiones de aquellas. Si bien, una vez más, sólo por casualidad esta bonificación compensaría otro objetivo loable de la Seguridad Social, que es reducir la brecha de género de las pensiones. De la que, por cierto, la Seguridad Social no es en absoluto responsable. La ley, de hecho, prohíbe a las compañías de seguros ajustar sus productos vitalicios por sexo. El problema de esta injusticia sistémica de las pensiones no es sencillo de resolver, ya que asignar a una persona la condición de 'desfavorecida' o 'favorecida' no es sencillo. Además, hay condiciones de elegibilidad que son fáciles de manipular para engañar a un sistema de transferencias, pero ello conlleva el riesgo de ser detectado y penalizado severamente. Si la Seguridad Social decidiese introducir una compensación actuarial por una menor esperanza de vida (jubilación anticipada sin penalización y/o mejora de la prestación por menor esperanza de vida), inferida aquella a partir de una vida laboral de reducidos salarios y cotizaciones, no sería tan fácil, aconsejable ni rentable fabricar tales condiciones de elegibilidad durante décadas, como muchos trabajadores autónomos pueden atestiguar a día de hoy. Pero clasificar a la población entre estas dos categorías socioeconómicas no es fácil y, además, no siempre se está en esta condición a lo largo de la trayectoria laboral. La inteligencia artificial, sin embargo puede ayudar mucho a resolver esta dificultad. En cualquier caso, debe admitirse que si por mor de la elevada diferencia de la duración de la vida entre los trabajadores desfavorecidos y los favorecidos, la Seguridad Social acaba forzando a los primeros a subvencionar a los segundos con la intensidad que se ilustraba al inicio de esta tribuna, nos hallamos ante una desigualdad doblemente obscena que convendría empezar a corregir de manera explícita y no mediante los mecanismos espurios y parciales acumulados durante décadas, obsoletos y contraproducente. Por supuesto este debate nos podría llevar a la individualización y a incluir todos los factores de diferencia, pero no es ese nuestro objetivo, sino resaltar que sí hay elementos que probablemente merezcan una consideración especial por la gran influencia que tienen. Es bien cierto que implementar ajustes en los sistemas de Seguridad Social podrían plantear ciertos desafíos éticos y prácticos, como la complejidad en la determinación precisa de la esperanza de vida individual y el riesgo de estigmatización, pero podemos debatir sobre consideraciones que son objetivas y que claramente perjudican a grupos específicos de la sociedad, que son siempre los más desfavorecidos. Si algún país, es decir, su sistema de pensiones de Seguridad Social , se decidiese a dar un paso en este sentido, ello constituiría uno de los más importantes avances en la historia de las pensiones.