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El debate sobre los valores cristianos en la España de hoy

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En una sociedad laica y en especial laicista como la que actualmente vivimos es necesario conocer cómo se pueden proponer y defender principios, convicciones y valores católicos. Un ejemplo claro de ello es que incluso el mismo Derecho Natural ha dejado de ser aceptado en el debate político. Y por eso, teniendo presente que la política «es el ámbito de la razón y que el fin último de toda política es de naturaleza moral», como afirmó Benedicto XVI en un discurso a políticos del PPE en Roma, en 2006. Es preciso estar preparados para defenderlos con argumentos racionales y razonables propios del foro público. En primer lugar, debe saberse que el laicismo persigue la eliminación de todo lo religioso en la vida pública. Pero, al ser este objetivo político, los laicistas que lo promueven deben ser capaces de demostrar que con ello se mejora la calidad democrática y la convivencia cívica, cosa que nunca han acreditado. Por el contrario, los laicistas, lejos de justificar políticamente sus propuestas, suelen presentarlas como derivadas necesariamente de la naturaleza de lo político: bien de la aconfesionalidad, de la democracia, de la tolerancia o del pluralismo, ocultando así la necesidad de justificación de sus iniciativas. De esa manera hacen que toda oposición a las mismas se achaque a convicciones morales y religiosas, que no pueden obligar a los demás por pertenecer al ámbito de la privacidad individual.

El discurso laicista en España hoy se puede resumir en una especie de silogismo en el que a la premisa mayor le corresponde la afirmación de que sus propuestas se derivan necesariamente de la Constitución, de la democracia y del pluralismo. La premisa menor afirmaría que sus iniciativas −normalmente sobre la vida, el matrimonio, la familia, la educación…− aparecen vinculadas necesariamente a la tolerancia y al consenso social. De lo que se deduce como conclusión inevitable que toda oposición hacia esas propuestas estaría fundamentada en convicciones incompatibles con el pluralismo social y la aconfesionalidad del Estado. Pero como ya hemos señalado, a la política le corresponde el ámbito de la razón, y conviene afrontar uno de los argumentos que con más frecuencia es utilizado implícita o explícitamente unido a ese discurso. Es el de la tolerancia, en base al cual «nadie puede imponer sus convicciones a los demás». Con frecuencia se oye decir: «Si a usted le parece mal, no lo haga, pero deje que los demás lo hagan si les parece bien»; y su correlativo: «¿Quién soy yo para decirle a los demás cómo tienen que organizar sus vidas?». En su aplicación práctica en debates sobre el aborto es recurrente la idea de que puesto que «a nadie se le obliga a abortar, deje que el que lo desee pueda hacerlo», lo que revela la jerarquía de valores y de bienes jurídicos a proteger, puesto que esa argumentación ya no es válida para limitar o prohibir la circulación a una determinada velocidad, o el tráfico de drogas, aunque ello no le quita eficacia al argumento. En definitiva, es una consecuencia de la estrategia del buenismo que hace referencia a un sentimentalismo expansivo y vano que sustituye un acto político concreto, reflexivo y madurado, por un catálogo de buenas intenciones y propuestas vacías. Es una estrategia muy propia del populismo y de determinada intelectualidad «progresista». Ejemplo de ese buenismo lo tenemos en el ámbito internacional en la olvidada «Alianza de Civilizaciones».

Una sociedad igual para todos

La sociedad que resulte de convertir en equivalentes la aceptación o el rechazo de los principios cristianos sobre la vida, la familia, la educación de los hijos, etcétera, será la misma para unos y otros. Pero una cosa es que la sociedad sea la misma para todos, y otra cosa muy distinta que la sociedad sea igualmente de unos y otros. Porque los que aprueban esas prácticas ven satisfechas en esa sociedad todas sus expectativas, y los que las rechazan comprueban que esa sociedad no les reserva otra opción que la posibilidad de no practicar las ideas de sus contrarios si no quieren. La distinción kantiana entre Derecho y moral afirma que «no todo lo moralmente deseable puede ser jurídicamente exigible», pero no obsta a que no seamos conscientes de que para una gran parte de la sociedad todo lo legalmente aceptado o simplemente no prohibido, resulta, cuando menos, moralmente lícito. Por lo que legalizar una determinada conducta implica hacer un juicio de valor a favor de la práctica y difusión de esa conducta. En definitiva, es considerar la presencia de esa conducta entre nosotros como algo socialmente positivo o, por lo menos, no negativo. Toda legalización es una invitación a practicar lo legalizado. No tiene sentido, por tanto, pedir a los ciudadanos −y en especial a los políticos− que, ante la propuesta de una medida legal, actúen dejando al margen sus valores, haciendo abstracción del modelo de sociedad que consideran deseable.

En la política común, la libertad aparece como un valor irrenunciable, supremo y fuera de toda discusión. Y por ello es conveniente recordar, como afirma san Juan Pablo II en la obra «Memoria e identidad», que «la libertad es auténtica en la medida que realiza el verdadero bien. Solo entonces ella misma es un bien». Pero para discernir si la libertad realiza el verdadero bien es necesario dar a cada cosa su propio nombre y hablar con claridad y precisión ya que de lo contrario y mediante la deformación del lenguaje, se puede contemplar el valor de la paz con una visión irenista e ideológica, olvidando que la paz es siempre obra de la justicia y efecto de la caridad. «Ay de los que al mal llaman bien y al bien llaman mal; que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas, luz». En la actualidad, el mundo occidental está sumido en la sociedad de la postverdad, consecuencia de la dictadura del relativismo, como un dogma de la corrección política, radicalmente laicista. La postverdad niega la verdad objetiva que la encarna quien, junto a ella, es el Camino y la Vida.

Por su actualidad, no podemos acabar este apartado sobre la libertad sin hablar de la práctica del aborto por los profesionales de la sanidad, cuando se afirma que es necesario regular el derecho a la libertad de conciencia, que se basa en la dignidad ontológica de la persona humana, por lo que debe ser especialmente reconocida y protegida por los poderes públicos.

Llegados a este punto, es necesario hacer referencia al deber de nuestros políticos de defender la identidad histórica de España, que tiene poderosos enemigos que la quieren destruir, precisamente por su indisociable vinculación con el Cristianismo, como hemos tenido ocasión de comentar en anteriores entregas. A estos efectos, es oportuno recordar a quien fue proclamado como patrón de los políticos y los gobernantes −el santo mártir Tomás Moro−, en el contexto del Gran Jubileo del año 2000 por el Papa san Juan Pablo II. En su discurso en la Asamblea Mundial de Parlamentarios celebrada en el Aula Pablo VI el 4 de noviembre de 2000, declaró: «La figura de santo Tomás Moro es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político. Su elocuente testimonio es más que nunca actual en un momento histórico que presenta retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, él se puso siempre al servicio de la persona, esencialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba por un distinguido sentido de la equidad. Sobre todo, no aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz». Al final de su discurso, el Papa pidió acogerse a su intercesión para obtener «fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia», y ser así «imitadores suyos, testigos valientes de Cristo, e íntegros servidores del Estado».