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La sociedad Diógenes

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El uso del papel como soporte para la escritura fue bastante tardío; al parecer, en Europa no se generalizó para los libros hasta el siglo XI, cuando ya se empleaba en China. Primero nos empeñamos en escribir en piedras y en madera, con una escritura que asemejaba los dibujos. Pero la obstinación humana puede con todo y la información se nos ofrece en bytes.

Platón se quejaba de lo que la plasmación definitiva de las ideas podía acarrear tanto para la memoria como para las capacidades de abstracción que posee el ser humano. El guante del discípulo de Sócrates lo hemos recogido nosotros, que ahora tenemos que enfrentarnos con un nuevo ocaso de nuestras facultades como consecuencia del auge de las nuevas tecnologías.

Sin embargo, sin la escritura apenas conoceríamos hoy quién fue el filósofo al que debemos maravillosos diálogos. La transmisión de la cultura necesitó no solo de grandes escritores -en todos los géneros-, sino también del trabajo callado de quienes se empeñaron en mantener vivo aquel legado, determinando lo que debía pasar a la historia y lo que no.

Todavía empleamos palabras antiguas para referirnos a la obra escrita: manuscrito, codex... Lo primero fue el papiro y después el pergamino, más manejable. También se pasó de la conservación en rollos o volúmenes a hacerlo de un modo más cómodo y manejable, a través de los códices. Así apareció el libro y los manuscritos con las hojas cosidas en el lomo, que permitían una mejor identificación y facilitaban la difusión.

“La transmisión de la cultura necesitó no solo de grandes escritores -en todos los géneros-, sino también del trabajo callado de quienes se empeñaron en mantener vivo aquel legado”

Para la transmisión del conocimiento, fijar por escrito los descubrimientos de quienes nos precedieron es imprescindible. Y no solo sucede que, de otro modo, apenas habría llegado a nosotros lo que pensaron o compusieron; es que la fijación permite estudiar de modo crítico sus ideas, examinarlas, contrastarlas. A todo ese proceso debemos los avances tanto culturales como científicos.

Cierto es que toda transmisión está entretejida de olvidos, de sesgos, de condenas. Porque es evidente que no todo se puede conservar. A este respecto, resulta paradójico que hoy, en la era de Internet, se nos venda como uno de los logros de la informática la capacidad infinita de almacenamiento.

Sin cribar lo que se nos ha dejado, amontonar información es un sinsentido. De hecho, la obsesión por acopiar todo tipo de datos puede constituir el síntoma más angustioso de una enfermedad y dar lugar a la “sociedad Diógenes”.

La abundancia de que gozamos hoy no solo tiene que ver con la información. También estamos rodeados de objetos, de manera que la línea entre pobreza y riqueza se va evaporando en las sociedades más adelantadas. Es fácil comprobarlo cuando uno tiene que hacer una mudanza: poseemos demasiadas cosas, demasiados recuerdos, demasiados cachivaches.

Pensemos en la permanente exposición a la fotografía. Como con la información -como con los libros-, si se guardan todas las fotos, dejan de tener sentido como lo que son: el recordatorio de algo único, especial, que merece su rememoración.

Volvamos a la información. Como quien padece ese problema mental, quienes se centran en amontar datos sin ton ni son, sin criterio alguno, no puede asimilarlos. Y sin asimilación, no puede crecer ni fecundarse una cultura.

Cuando se estudia la historia de la transmisión, se destaca el papel de los primeros filólogos que, por ejemplo, contribuyeron a que se conservaran copias en pergamino de las principales obras de la cultura griega. Así nació la famosa Biblioteca de Alejandría, puesta en marcha por la inquietud de los Ptolomeos.

La obsesión por acopiar todo tipo de datos puede constituir el síntoma más angustioso de una enfermedad y dar lugar a la “sociedad Diógenes”

El poder es el que decide en muchas ocasiones si se conserva un libro o si es menester poner en marcha la censura. Pero el ser humano ha tenido siempre suficiente inventiva como para evitar el yugo de quienes abusan de su autoridad.

Es malo que se hayan perdido para siempre algunas obras y no es un error apenarse por las inolvidables páginas o saberes que han caído en el olvido o han sido pasto de las llamas. Pero tampoco es mejor lo que sucede hoy, cuando la ingente cantidad de información nos impide precisamente acercarnos a las obras conservadas.

Y la cuestión no solo afecta a la informática. Quiero decir que el problema no es de índole técnica, sino cultural. El gusto posmoderno aborrece los criterios normativos y las distinciones, hasta el punto de que ha condenado cualquier intento por discriminar lo bueno de lo malo, lo bello de lo que no lo es. Lo verdadero de lo falso.

Así nos vemos en la obligación de conservar todo. Pero, al igual que los que padecen el síndrome de Diógenes y no ven el momento de deshacerse de cachivaches inútiles, nosotros quizá estemos dejando mucho espacio a lo que es insignificante o frívolo y de cuya suerte es mejor olvidarse. Si no lo hacemos, no solo seremos incapaces de abrir la puerta de la casa el día de mañana, sino que habremos despreciado la oportunidad de distinguir entre lo que es valioso y, por tanto, digno de conservar y lo que merece terminar olvidado en el cubo de la basura.