Quod natura non dat política non presta
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En la obra de Goethe 'Fausto', éste vende su alma al diablo, Mefistófeles , a cambio de la oportunidad de alcanzar algo que nunca hubiera alcanzado por sí mismo: comprenderlo todo y poseerlo todo, tanto en lo material como en lo espiritual. La búsqueda del poder absoluto, conocimiento y satisfacción personal sin límites llevan a Fausto a perder su alma. La insatisfacción por no alcanzar algo superfluo de forma justa y merecida acaba pasando factura. La factura que siglos después de ser escrita esta obra nos debería preocupar a todos es la derivada del alto precio que supone la hoguera de las vanidades de nuestros políticos. ¿Hay algo más peligroso que un mediocre cegado por la ambición? Al menos Fausto era erudito e inteligente. El deseo desmedido por lo que no nos corresponde o no hemos ganado por nuestros méritos puede resultar en la pérdida de lo que realmente importa en la vida. El peligro mayor surge de que existan los mecanismos para alcanzar esos méritos y estén al alcance de quien no tiene nada que perder. Ello pone en peligro a terceros, a quien se lo merece, a las instituciones instrumentalizadas y a la sociedad en general. Con honrosas excepciones nuestro estamento político actual está plagado de personas que no han hecho otra cosa en la vida que afiliarse en su juventud a un partido y vivir en él con el único anhelo de medrar. Personas que de niños veían que se les negaba su anhelo de conseguir contra natura aquello que recalaba en los de intelecto y esfuerzo diario. Personas que decidieron que iban a dividir la vida en dos: los nuestros, los buenos hagan lo que hagan y los otros, el enemigo siempre errado. Personas que decidieron que sólo había blanco y negro. Personas que sacrificaron sus valores, si alguna vez los tuvieron. A esas personas, tan de la política de nuestro tiempo, no les bastó con el poder. En la política reciente española, de todos los palos y colores, el poder terminó por no saciar la ambición desmedida. La potestad se convirtió en demasiadas ocasiones en una puerta al enriquecimiento ilícito. De nuevo el atajo, de nuevo la cultura de la apropiación de lo que nunca hubiera alcanzado por mi biología y sacrificio personal. Mandar lleva de forma inherente la capacidad de gestionar presupuesto. Esa ambición y codicia de poder derivó entonces en la necesidad no sólo de gestionar ese dinero sino en hacerse con él. Amasar dinero, o chalés, para hacer ostentación de aquello que se ha envidiado siempre, para que se enteren los que generaron dicha envidia. El poder mal gestionado hace que la gestión del dinero sea opaca. Estoy convencido de que nuestro país, a diferencia de los de nuestro entorno, no ha tenido nunca la tan prometida ley de mecenazgo porque ello detraería que una parte del dinero gestionado acabara en los amigos, los que deben deudas y no deben olvidar, o en los que no son amigos pero untan la mano concesora. ¿Quién es el pueblo, estando yo, para decir en qué hay que invertir sus impuestos? En estos últimos años hemos visto que la codicia desmedida ha traspasado las fronteras del poder y del enriquecimiento económico. Se ha desplazado ahora a aquello que estaba más vetado, aquello que seguro que en muchos casos fue el motivo inconsciente de la decisión de hacerse político, el conseguir lo inalcanzable por méritos propios: el reconocimiento intelectual. El anhelo de prestigio. El asalto a lo académico. El desenfreno de la ambición por tener títulos universitarios, doctorados, parcelas de lo intelectual, en esa búsqueda por regar el narcisismo al que no llega el poder y el dinero. En esta ocasión es un prestigio, a diferencia de los tangibles poder y dinero, falso. Reputación hurtada y quimérica. La 'potestas' se otorga digitalmente y se posee independientemente de lo justo que le parezca al resto. El incremento de patrimonio personal tras pasar por la política es el que es. A diferencia de ellos, la 'autoritas' depende de la percepción del otro y no desaparece al esfumarse el poder. Es posible que lo que subyace al ansia de conseguir el reconocimiento académico sea preparar el vacío que sobreviene al político que solo tiene el cargo cuando éste desaparece. Lean, lean ustedes el currículum de nuestros políticos y de los miles de asesores pagados con dinero público que nombran. Comparen esos currícula con las personas que nunca han pensado en meterse en política y ocupan los cargos académicos en nuestro país. La máxima para que un sistema, llámese país, funcione, es la preparación de sus líderes. La de los nuestros es objetiva y la tienen ustedes clara y meridiana, salvo manipulación o falsificación, en las páginas web. El intentar extrapolar el 'modus operandi' del pelotazo, el atajo, los favores debidos a la ya maltrecha universidad y academia española, que languidece tras siglos de endogamia y nepotismo, puede ser su puntilla. Porque la realidad es que en la vida académica española, al margen de sus compadreos y manidas estereotipias, clichés feudalistas y patriarcales, se necesita, al menos, un mínimo para llegar. El asalto que permita anular ese mínimo a través de la política sería la extinción de nuestra vida académica. Un ataque frontal al darwinismo clásico. Un suicidio generacional. ¿Alguien da más? Lo siguiente por muy inalcanzable que parezca, es conseguir conquistar la ciencia. Aunque los parámetros más objetivos de reconocimiento en el mundo científico y su universalidad la hacen más difícilmente conquistable seguro que hay políticos y allegados que fantasean con reconocimientos científicos, más allá del poder, el dinero y un doctorado o una cátedra. Asistimos atónitos a como se quiere utilizar el incluir un «científico» en cada ministerio para presumir de lo que se carece, de nuevo muy nuestro. Acabarán dándose premios científicos entre políticos. Al tiempo. Estamos atravesando una profunda crisis de valores. Lo arriba expuesto se convierte en un perverso modelo para las nuevas generaciones que ven como hay distintas formas de colmar el deseo de poder, dinero y seudoprestigio. La infancia ve desde muy corta edad algo fácilmente interpretable: las trampas tienen premio y recompensa. Se puede llegar al mismo sitio con buenos mimbres, tiempo, esfuerzo y sacrificio o sin nada de ello. Nuestros hijos deben saber que no es más feliz el universitario que alcanza una carrera en la que debe trabajar con personas con mayor preparación que el fontanero o electricista ducho que se siente orgulloso de su destreza y quehacer diario. Deben conocer que no es más feliz el que siempre anhela tener más, el que se compara continuamente con otros desde la envidia, tan nuestra, que el que acepta humildemente lo que tiene. Como profesional de la mente sé que la paz y serenidad con uno mismo no se obtienen anhelando lo que no se merece. Escuchemos la lección de Fausto que nos enseña que el desear algo más allá de lo que uno merece , e incluso necesita, puede poner en peligro no solo la integridad de uno mismo, sino también la sociedad. Apartad vuestras codiciosas e infestas garras de la Academia. Se volverá en contra de vuestros hijos.