Rinocerontes y osos polares: el largo camino de las fieras más extravagantes hacia el Coliseo de Roma
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Que rujan las fieras y combatan bravas por la corona de la estepa, y que lo hagan para jolgorio de grandes y pequeños en el centro del orbe civilizado. «Un toro estimulado con fuego iba por toda la arena lanzando los peleles hasta las estrellas. Sucumbió al fin, no pudiendo resistir a otro cuerno más potente, por creer así de fácil quitar de en medio a un elefante». Marco Valerio Marcial, cronista y poeta de la Ciudad Eterna, dejó constancia en sus epigramas de las batallas más espectaculares entre fieras que se organizaron para celebrar la inauguración del Coliseo de Roma en el 80 d. C. E hizo lo propio con las cacerías –'venationes'– que enfrentaban a hombres y bestias exóticas en aquellos cuadriláteros hoy de actualidad gracias a ' Gladiator II' . Cabras y conejos, desde luego, pero añadan a la lista avestruces, leopardos, tigres, panteras, hipopótamos y hasta un condenado oso polar. Durante siglos, a los anfiteatros de la República y el Imperio arribaron los animales más desconocidos de Oriente y Occidente, y lo hicieron después de ser capturados y trasladados por tierra y mar desde regiones ubicadas a miles de kilómetros de Roma. «Se pagaban precios desorbitados por ellos y se organizaban grandes expediciones en las que había hasta veterinarios. Lo que se movía a su alrededor era impresionante: una gigantesca infraestructura económica, política y social», explica a ABC la historiadora y doctora en Arqueología Clásica María Engracia Muñoz-Santos , autora de la tesis 'Animales, fieras y bestias en espectáculos romanos' y coautora de 'Gladiadores, valor ante la muerte ' (Desperta Ferro). Alfonso Mañas es de la misma opinión. El doctor en Historia del Deporte con tesis sobre la gladiatura y autor de la reciente 'Gladiadores, bestias y condenados. Las crónicas brutales del Coliseo ' (Almuzara) reconoce a ABC que las bestias jugaron un papel central en los juegos de la Ciudad Eterna. Y, de paso, recuerda un ejemplo que se ganó la devoción de dignatarios y ciudadanos: «Las crónicas nos hablan de un rinoceronte blanco –se usaba este tipo porque el negro tenía peor carácter– que dio grandes espectáculos. Debió de cautivar a la sociedad, porque aparece en una moneda acuñada por Domiciano en el año 85 d. C., un 'quadrans'». Hoy, una y otro nos desvelan cómo diantres llegaban hasta el corazón del mundo civilizado estas fieras. Dice la experta que los datos son escasos, pero que el proceso está claro. El viaje solía comenzar con un encargo concreto para unos juegos. «Lo podía hacer el Emperador, o un político privado que deseara organizar un espectáculo con animales», explica. El mejor ejemplo que se conserva son seis cartas del año 51 a.C. en las que Marco Caelio Rufo solicitaba a Cicerón que moviera sus hilos con un objetivo: hacerse con un cargamento de «pantherae» desde Oriente con las que celebrar su futura victoria en las elecciones a edil curul: «Te ruego que, en cuanto tengas noticias de que he sido elegido, te ocupes de lo relativo a las panteras». Durante la guerra de las Galias, César hizo lo propio con Pompeyo, aunque le pidió linces. Cosa de gustos. Con el encargo sobre la mesa, el conseguidor elegía la región de la que se obtendrían los animales. A más recóndita, más aumentaba el precio y la expectación de la sociedad. Muñoz-Santos toma la palabra, y lo hace para dibujar un mapa mental de la expansión de la Ciudad Eterna. De su mano viajamos hasta Hircania –en Asia central–, Libia, Túnez... De todas ellas se importaban animales, y a muchas les precedía la fama. «Los caballos y los linces hispanos eran muy reconocidos; los romanos los adoraban. Y pasaba lo mismo con los osos del norte de África», sentencia. Los leones griegos eran también famosos, pero «la caza masiva ordenada por los romanos» para nutrir los espectáculos acabó por extinguirlos. Ya sobre el terreno comenzaba la captura, que no la cacería; porque lo segundo implicaba la muerte del animal, y los romanos buscaban que las bestias llegasen hasta los anfiteatros sanas, salvas y sin magulladuras. Mosaicos de la época como el que se conserva en la Piazza Armerina (Sicilia) muestran que los mismos legionarios eran los encargados de esta tarea. Muñoz-Santos, sin embargo, es partidaria de que la delegaban en los nativos a cambio de unas baratijas. «Tenemos constancia de que había soldados que capturaban osos en Germania , era su único trabajo. Pero la realidad es que, en muchos casos, no representaban a los capturadores reales en las pinturas porque querían mostrarse como grandes héroes ante su pueblo», constata. Los mil métodos para cazar a las fieras han quedado registrados en grabados, mosaicos y fuentes. Opiano, el poeta del siglo II d. C., explicó con muchos pelos y otras tantas señales el cruel truco para capturar a «un rugiente león de abundante melena». En sus palabras, había que «cavar un hoyo redondo, ancho y grande», clavar un extenso palo vertical en su interior y, por último, atar en él un cordero lechal. «Así, el animal no puede ver el engañoso agujero y cae en él», añadía. No era extraño que en el fondo se colocase también una jaula abierta que, completado el ardid, se cerraba y alzaba. El sistema era similar, aunque con salvedades, para los elefantes y los osos. Le preguntamos a Muñoz-Santos por alguna otra técnica que se le haya quedado grabada a fuego en la mente, y no duda ni un segundo: «¡La de los cachorros de león era la más cruel!». No le falta razón, porque el proceso comenzaba con un rapto. «El capturador, montado a caballo, cogía a las crías de la guarida y se las llevaba. Cuando su madre se daba cuenta, salía a la carrera detrás de él», explica. Si el jinete corría peligro de ser alcanzado por el animal, arrojaba a una de sus presas al suelo. «A la leona no le quedaba más remedio que detenerse, dejarle huir, y devolver a su retoño a casa con la boca», finaliza. Triste, pero tan eficaz como dejar caer un vaso de vino en un cubo con agua para que, si la fiera se paraba a beber, quedase atontada. Capturada la presa, comenzaba el largo –larguísimo– camino hacia Roma. El primer viaje era hacia el embarcadero, y se hacía a pie. A los animales más pequeños se les ceñía a un poste y se les llevaba en volandas; a los de mayor envergadura, como a los elefantes, se les ataban las patas para evitar que se escaparan. El verdadero reto era subirlos al barco. Los paquidermos, por ejemplo, eran tan asustadizos que tenían que ascender la pasarela de espaldas para que no supieran lo que sucedía. Y a los avestruces jordanos, de menor tamaño que los actuales, se los transportaba a pulso, bajo el brazo, cual fardo. Así ha quedado representado en mosaicos como el de la Piazza Armerina. Después comenzaba un trayecto que, según desvela Mañas, era bastante raudo: «Los rinocerontes blancos, por ejemplo, eran capturados en la zona de Etiopía. Desde allí remontaban el Nilo en barco y llegaban hasta Alejandría. Luego eran trasladados hacia el puerto romano de Ostia». Ya a menos de 35 kilómetros de la Ciudad Eterna, en la costa del mar Tirreno, solo quedaba embarcarlos de nuevo hacia su destino final. «En el caso que nos ocupa, subió por el rio Tíber hasta la misma ciudad de Roma», completa el autor de 'Gladiadores, bestias y condenados'. Y para muestra, un grabado en un sarcófago de la Villa Medici que representa el transporte en un navío mercante de dos leones enjaulados. El viaje, según Muñoz-Santos, no era tan largo como podría parecer: «Plinio el Viejo nos cuenta que el trayecto desde Alejandría hasta Ostia se podía hacer, con temperatura agradable y buena mar, en tres días. Si sumamos el tiempo que tardaban en trasladarlos desde África sí serían semanas o meses». Lo que era, y mucho, es agotador, pues cada animal requería de unos cuidados concretos. «Los hipopótamos, por ejemplo, necesitaban agua dulce para mantenerse hidratados y no sufrir quemaduras solares», completa. A su vez, añade un dato que se suele pasar por alto: uno de estos animales ingiere 68 kilogramos de hierba al día. Y eso, por no hablar de los problemas para mantener la higiene en los navíos. «¿Tú sabes la cantidad de excrementos que produce un elefante por jornada?», bromea. Si se superaban todas esas pruebas y llegaban vivos a su destino, nuestros exóticos protagonistas pasaban a residir en los 'vivaria': casas de fieras en las que aguardaban su turno para acudir a los espectáculos. El funcionario romano del siglo II a. C. Marco Terencio Varrón explicaba en sus escritos que visitó uno en la región de Laurentum: «Era un bosque de más de cincuenta yugadas con cercado de piedra». La coautora de 'Gladiadores, valor ante la muerte' afirma que las bestias «vivían libres en ellos, sin jaulas», y que los responsables «evitaban mezclar especies» que pudiesen enfrentarse entre sí. «¡Sabemos que se creó uno solo para elefantes!», apostilla. El último trayecto era el que llevaba a las fieras desde los 'vivaria' hasta los hipogeos de los anfiteatros. En el caso del Coliseo, lo normal era que se hiciese la noche anterior al espectáculo. Que las calles estuviesen menos concurridas reducía los problemas, pero no los evitaba. Plinio el Viejo dejó escrito que una pantera escapó de su jaula y acabó con la vida de un famoso artista llamado Praxíteles. Sobre el papel, aquí terminaba este viaje homérico. La realidad, sin embargo, es que muchas bestias eran perdonadas por su heroica actuación sobre la arena y eran devueltas a los criaderos. «El ejemplo más claro fue el mencionado rinoceronte blanco. Que Marcial le dedicara cinco epigramas en sus textos nos desvela su importancia. Se le trajo para la inauguración del Coliseo, en la época de Tito, y seguía vivo en la del emperador Domiciano», finaliza Mañas.