Sánchez y el indulto del PSOE
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Pedro Sánchez decidió en agosto pasado adelantar a este otoño el Congreso Federal del PSOE, previsto para octubre de 2025, y configurarlo como una jura de lealtad del partido a su persona. La investigación judicial a su esposa y los escándalos en torno a José Luis Ábalos y Koldo García habían situado los ejes del poder del sanchismo –La Moncloa y Ferraz– en la lupa de la opinión pública y de los tribunales de Justicia. Además, el compromiso de dotar a Cataluña con un concierto económico similar al vasco y al navarro, a cambio del voto de Esquerra Republicana a Salvador Illa como presidente de la Generalitat, detonó las críticas de barones territoriales , como los de Castilla-La Mancha, Castilla-León y Asturias. La precariedad parlamentaria del PSOE y las continuas exigencias nacionalistas acentuaban la necesidad de Sánchez de sellar cualquier fisura interna en su partido, instalado desde hace años en un proceso de transformación a medio camino entre el club de fans y la secta milenarista, con su secretario general como líder supremo. Las acusaciones de Víctor de Aldama contra dirigentes del PSOE y miembros del Gobierno de Sánchez –y contra el propio jefe del Ejecutivo– también van a resonar en el congreso socialista, previsto para el próximo fin de semana en Sevilla. Y probablemente habrán ratificado a Sánchez en su determinación de someter al partido a una liturgia de obediencia, entre sermones contra el fango, la ultraderecha y la coalición de progreso. Las nuevas revelaciones sobre el testimonio de Aldama, que apuntan a su actividad 'diplomática' en México, por encima del embajador de España, profesional de carrera en el que no confiaba la trama, o la gratitud que llevó a Marlaska a condecorar al comisionista, añaden nuevas derivas a un caso que no deja de aumentar de volumen. Sin embargo, la alienación demostrada por el PSOE es un factor que anima a Sánchez en su propósito de silenciar cualquier crítica interna, aunque el factor Aldama también emplaza a militantes y dirigentes a confrontar lo que quiere el presidente del Gobierno con lo que le conviene al socialismo español. La cuestión es si al PSOE le queda algo de su naturaleza como partido sistémico de la democracia española de 1978. No es fácil que la conserve, porque Sánchez representa la antítesis de los valores de la concordia de la Transición. Sánchez es un político cuya proyección pública está asociada al nepotismo y la corrupción. Ha demostrado con creces despreciar la verdad como virtud básica, y ahora se enfrenta a un futuro inmediato marcado por las acusaciones de Aldama, obligado a demostrar que son ciertas, con el respaldo de un juez y de un fiscal que han apoyado su excarcelación tras declarar el pasado jueves, testimonio que también la UCO considera verosímil. El PSOE se engaña al pensar que una cadena de querellas y demandas –anunciada desde Ferraz, mero apéndice de un partido desnaturalizado– va a ser suficiente para enderezar su imagen. Llamar delincuente a Aldama cuando Sánchez debe su investidura a malversadores condenados y prófugos es un sarcasmo. La moción de censura planteada a Rajoy fue toda una declaración de principios contra la corrupción en la que, junto a Sánchez, al frente de aquella presunta ola regeneradora, participaron los mismos socios que hoy hacen la vista gorda ante un caso en el que Aldama interpreta el papel de Bárcenas. Los aliados de La Moncloa prefieren un Gobierno debilitado que caído. Nada se puede esperar de ellos en esta crisis institucional, terreno abonado para sus ajustes de cuentas, pero sí de un PSOE que para subsistir como partido no puede permitirse tanta degradación.