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Una triple 'cristalización'

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Abc.es 
Hay episodios en la vida que repentinamente nos abren al placer intelectual y al misterio de conocer . En esa etapa que resume una vida y en la que hay tantos olvidos como recuerdos puede darse una mudanza domiciliaria, con la gran perturbación que esta suele causar. Dentro de esa tarea de confusión puede jugar un papel especial el traslado de nuestra biblioteca, resumen ella, por otros caminos, del recordar, pero también del padecer desde el pesimismo que implica una laboriosa tarea. Pero ¿por qué padecer? Sucedió en mi caso que, en ese tránsito de agitación, había pensado y escrito en mis 'Tratados de armonía' que sin motivo aparente contemplaba mi biblioteca como 'congelada', es decir, como sin sentido ni contenido. ¡Ella, que tanto nos había dado! Por unos días fui consciente de que estos últimos meses me había asaltado esta peregrina e incomprensible sensación de que los libros, como tantas otras cosas, ya no significaban a estas alturas de la vida lo que significaron. Con esa idea negadora, de vacío, había comenzado a poner orden en el desorden, a llenar cajas. Sin embargo, a medida que lo iba haciendo me parecía que de algunos libros emanaba una especie de calor amable, a la vez que otros iban despertando en mí una sensación de frialdad. Por eso, no todos sino unos pocos de ellos me llevaron a irlos apartando ¿Para qué? ¿Para releerlos y con ello despertar en mí recuerdos o desvelar misterios? ¿Por qué determinados libros nos abren especialmente la memoria? Luego, los días que siguieron me llevaron a apartar y a releer sólo uno de ellos, el que deshizo mi pesimismo, abrió mi curiosidad y me llevó a ver con otros ojos el tesoro que es, a cualquier edad, una biblioteca. Fue así cuando cayeron en mis manos y aparté los 'Diarios de Henry Beyle' (Stendhal). ¿Por qué este libro y no otro? Además de la admiración profunda que había sentido hacia la obra de este autor –aquí mi recuerdo especial para 'La cartuja de Parma'– en estos días de la mudanza, en una preciosa sincronicidad, recibí la nueva traducción que de ella acaba de publicar Juan Bravo Castillo. Esta novela siempre reclama una relectura, pero fueron los 'Diarios' del escritor francés –en la edición que Consuelo Berges preparó para el copioso tomo del Ciclo Autobiográfico– el libro que comencé a releer, y al hacerlo ir desvelando recuerdos de mis propias vivencias y en particular las de mi estancia en Italia. Así que volví a encontrarme con las muchas páginas que Stendhal dedicó con gran realismo a sus estancias en este país, pero de manera muy concreta a una de sus ciudades, Milán, y al entorno de la misma: los paisajes de los 'preapi', de los lagos de Como y Mayor, de Brianza, de Monza. Comenzando a leer las primeras páginas de sus recuerdos de 1801 nos encontramos con que Stendhal, tras haber cruzado los Alpes con sus idolatradas tropas napoleónicas, llega a la ciudad de Ivrea, donde el soldado que aún no era escritor asistió a la representación de la ópera 'Il matrimonio segreto' de Cimarosa. Este hecho le produjo una gran conmoción que tampoco olvidaría, pero las vivencias más fuertes estaban aún por llegar: con la ciudad de Milán, con las óperas de la Scala, con la pintura del museo de Brera y con el encuentro amoroso con una mujer, Ángela Pietragrua. Estos tres hechos produjeron en él una conmoción eterna, una triple 'cristalización', por utilizar su propia metáfora o teoría del amor. De esta conmoción debida a la música y a la pintura italianas serían luego pruebas inmediatas y contundentes en su bibliografía los volúmenes de su 'Historia de la pintura en Italia', muchas de las páginas de sus libros de viaje –aquí sobre todo su 'Roma, Nápoles y Florencia'– y sus biografías de Rossini, Haydn y Mozart, junto a Cimarosa los músicos que él más amó. Mas por encima de estos testimonios tan especiales, Stendhal y el libro que había apartado para releer desmenuzaban estos temas al mostrarnos su pasión fervorosa por los más hermosos paisajes y por su amor concreto a la ópera. Estos dos últimos temas los unifica ya desde esas primeras páginas de su 'Diarios', las de 1801, por ejemplo en uno de los viajes que hace de Milán a Bérgamo para asistir a otra ópera en el 'teatro de madera' de la Piazza Vecchia de la ciudad bergamasca. En el transcurso de esas idas y venidas el escritor nos dice que entonces se encontró con «la región más bella del mundo»; sensación que nos la volverá a recordar en libros sucesivos. Lo mismo sucede con esa pasión suya por la ópera, que encontró un medio ideal para desarrollarla con su visita a los palcos del teatro de la Scala; edificio que tan cerca estaba de las calles y lugares en donde él vivió: Vía Bigli, la Corsa del Giardino, Montenapoleone, el Palazzo Adda, la Porta Nuova. Es en estos mismos lugares de la ciudad donde se le aparece y vivirá eterna en su memoria la tercera de sus grandes pasiones, la amorosa, al encontrarse con una mujer: Ángela Pietragrua, Angelina, Gina o 'la condesa de Simonetta' (Nada tiene que ver este último nombre con el personaje florentino que Botticelli inmortalizó en sus cuadros, sino con el marido de Ángela, miembro de una notable familia milanesa, los Simonetta). En esos primeros encuentros de juventud Stendhal fija en esta mujer sentimientos exclusivamente platónicos , que sólo evolucionarán hacia los plenamente amatorios en años posteriores, los que van de 1811 a 1813, también vividos en Milán aún más intensamente. Stendhal tuvo en Italia y en Francia otros amoríos –de ellos nos dejó la relación en el capítulo segundo de la 'Vida de Henry Brulard'– pero sólo este primero, inolvidable por germinal, había surgido a sus «diecisiete años y medio» y de una manera contemplativa debido a su timidez, a su orgullo y a una arrolladora sensibilidad. Incluso cuando nos describe con más detalles su propia vida en esa otra obra magna que es la 'Vida de Henry Brulard', la cerrará en sus seis últimas páginas con la doble 'cristalización' amorosa que para él fueron Ángela («yo quisiera morir en sus brazos») y Milán («esta ciudad se convirtió para mí en el lugar más bello de la tierra»). Su amor hacia la ciudad él la llevaría más allá, hasta el punto de que mandó que se grabara sobre la losa de su tumba un nombre que no era el suyo y el de una ciudad que tampoco lo era. Por eso, quiso que se le reconociera como un milanés anónimo y eterno: Arrigo Milanese. Quede esta evocación como modesto, pero muy vivo ejemplo, de qué manera una relectura puede levantar nuestro ánimo en una encrucijada de confusión. En ella hemos recogido un término, 'cristalización', en el que no nos hemos detenido y que tanto tiene que ver con el proceso amoroso en Stendhal, tan minucioso y sutil en sus descripciones como lo fueron sus citas y encuentros secretos con la amada. Para ello, tendríamos que haber aludido a otros libros suyos: 'Del Amor', 'Lamiel', 'Luciano Leuwen', o de manera más enmascarada en sus novelas y cuentos. También estos me esperaban con ese placer tan gratificante que suponen las relecturas de los libros que más hemos amado, las que todavía vencen al paso cruel del tiempo.