El hombre occidental se odia a sí mismo
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Es difícil hacer una lista completa de todo lo que va al revés en el mundo de hoy. Aquí comparto cinco rasgos, cinco pasos, progresando desde fenómenos locales y recientes hasta fenómenos de más alto nivel y de más largo plazo, que llaman la atención. Se cuestiona la inmigración, que es una consecuencia del invierno demográfico del espacio geográfico que se ha venido en llamar «Norte» u «Occidente». La historia de Occidente se percibe exclusivamente como una serie de crímenes. Así, esa vergüenza histórica se traduce en una ola de destrucciones de estatuas. Se observa en las élites occidentales un odio al cristianismo. No solamente la desafección por la práctica religiosa, sino más bien un deseo positivo de acabar con la religión, especialmente la católica. Una escuela sociológica considera toda institución como una mera construcción, sin ninguna base en la naturaleza humana. Una naturaleza de la que niegan su existencia. En consecuencia, todo puede ser 'deconstruido'. Hay un último escalón: se pone en duda la legitimidad del hombre en su existencia concreta. Según la ecología radical, sería mejor que el planeta se deshiciese de ese parásito que lo mancha. Estos fenómenos, aunque diversos, tienen un foco común: el odio a sí mismo. El ejemplo clave es el odio al cristianismo . Lo hay precisamente porque somos de herencia cristiana. Quien se odia a sí mismo odia lo que lo caracteriza más hondamente. Este odio es la prueba de la importancia decisiva del cristianismo en la historia europea. Se podría objetar que, al contrario, el hombre postmoderno ya se ama demasiado. ¿Se ama a sí mismo de veras? Amar algo significa querer que el objeto del amor exista, sea lo que es, siga siendo lo que es. Es decir, amar lo que hace que uno sea uno mismo. Tiene el hombre el sueño imposible de hacerse a sí mismo en una autodeterminación radical: un alma que sobrevuela la realidad y se posa en el cuerpo que escoge. El 'odio a sí mismo' del hombre de hoy es un odio por sustitución. Odia todo lo que lo determina desde fuera: lo cultural como el ambiente social, el país con su idioma, su cultura y su historia y lo natural como el sexo o la edad, hasta el hecho fundamental de pertenecer a la especie humana. Son varios tipos de odio. Odiamos porque estamos celosos, indignados o envidiosos. Aquí tienen mi tesis: el odio a sí mismo del hombre occidental es manifestación de envidia. La envidia es una tristeza. Hay otras pasiones que implican tristeza: la piedad, los celos, la indignación. En la piedad y la indignación, sentimos tristeza por causa de una injusticia: un mal o un bien inmerecidos. En los celos, estoy triste porque otro ha tomado algo que me hubiera gustado poseer a mi. En la envidia, no me ha quitado nada la persona que envidio. Por eso, la envidia es un pecado abstracto, para puros espíritus, un pecado diabólico. Ahora bien, la cosmovisión que comparten muchos europeos trae consigo envidia. El hombre de la calle lo achaca todo a la Evolución, es decir, al concurso fortuito de fuerzas ciegas: el azar y la necesidad. Ha escrito el biólogo francés Jacques Monod , resumiendo su pensamiento: «El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo». ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza ('étrangeté') de nuestra condición? Pero, ¿qué sentimos cuando alguien gana mil millones a la lotería? ¿Sorpresa? ¿Curiosidad? No, lo que hacemos es cuestionarnos con cierto recelo: ¿Por qué él, y no yo? Si el éxito que aconteció es el resultado del azar y nada más, nuestra reacción espontánea es la envidia. Entonces, si es verdad que la especie humana es el resultado del azar, tenemos que concebir algo paradójico como una envidia de nosotros mismos. Esa envidia de sí mismo acarrea el odio a sí mismo, el anhelo de que el género humano se extinga. El papel maléfico de la envidia de sí se puede descubrir por lo que se refiere a la historia. Y aquí encontramos de nuevo el odio de sí de un tipo de hombre particular, el hombre occidental, blanco y, sobre todo, el varón. Ahora bien, Europa ha podido salir de sí misma, descubrir, someter y explotar los demás continentes porque estaba más adelantada en la ciencia y la técnica. Y todo ese progreso no era el resultado del azar, sino de un trabajo sobre sí mismo y de un espíritu de innovación técnica y de curiosidad intelectual. Esos factores hicieron posible el despegue de Europa y un efecto de ello fue la expansión ultramarina. Los éxitos de Occidente parecen insoportables para quien cree que son el producto del azar. Con esa idea tenemos el origen de la envidia a sí mismo del hombre occidental. La envidia constituye una forma de odio, y el odio busca la destrucción de lo que odia. La 'auto-envidia' trae consigo el deseo de autodestrucción. La autodestrucción constituye la forma perfecta de la autodeterminación. Ese proyecto mismo trae consigo el deseo de suicidio. El suicidio tiene ventajas: es fácil, es rápido, es barato, el resultado es total y definitivo. Para obviar sus molestias, basta sustituir el suicidio del individuo por la destrucción del país en donde vive, de la civilización que le ha traído sus tesoros culturales o, a largo plazo, la extinción de la humanidad. Ahora bien, el suicidio realiza concretamente la dialéctica autodestructiva del ateísmo: sin punto de referencia exterior, no se puede decir que el hombre valga más que un caracol, o pretender que merece una dignidad superior. Hemos recorrido los niveles sucesivos del odio de sí del hombre occidental. Su consecuencia es que se pierde toda voluntad de defenderse contra los retos que los acometen. ¿Porque valdría la pena? Si nuestro modo de vivir, y hasta toda vida humana, carece de legitimidad, es radicalmente malo, la única medida que tomar es dejar que desaparezca o tirarlo a la basura. La envidia de sí mismo se declina en una serie de 'por qué': ¿Por qué los factores me hacen lo que soy, antes que otros que hubiera escogido yo mismo? ¿Por qué la cultura occidental antes que otras? ¿Por qué el hombre antes que otros animales? Y, al final: ¿Por qué el Ser antes que la Nada? Ahora bien, la raíz última de la envidia de sí mismo se halla en una cosmovisión según la cual todos los factores que me hacen ser lo que soy, son un producto fortuito. Una cosmovisión que prescinde de la referencia a una Razón creadora y benévola –el Logos divino del prólogo de Juan produce necesariamente la envidia de sí, el odio de sí, y el deseo de autodestrucción. La supuesta 'muerte de Dios' tiene por consecuencia inevitable la muerte del hombre. Si podemos salir bien de ese peligro, tenemos que recobrar una visión positiva de lo que nos hace y aceptarlo con gratitud, es decir recuperar la fe en el amor providente del Creador. La fe no es una superestructura nebulosa o un artículo de lujo, sino lo que hace posible nuestra vida. Lo bueno en la situación actual de crisis es que nos obliga a redescubrir la urgencia vital de la fe.