Kant en Valencia
Cuando el Terremoto de Lisboa azotó a Europa Occidental en 1755 no solamente segó la vida de miles de seres humanos y destruyó ciudades. El sismo también produjo el despertar de un siglo, que acunado en el optimismo, jamás pudo predecir una experiencia tan maligna como la de aquella mañana del día de Todos los Santos. En su Konigsberg natal, Immanuel Kant daba su paseo diario cuando fue alertado de la tragedia, sufriendo una conmoción tal que por primera vez abandonó su figura de “flaneur” meditabundo para volver al estudio y reflexionar sobre la pequeñez humana ante el vil destino. No sería el único, Voltaire también se sintió tan conmovido por cómo el mal se cebaba con su generación que le dedicó un poema al suceso que no sentó nada bien a Rousseau, por cierto, y al que llenó de amargura. Cosas del siglo XVIII, supongo, pero la DANA de Valencia también rompe nuestra estructura moral naif con la misma fuerza que hace 250 años. Porque, de repente, como si despertáramos de un sueño, alucinamos al observar cómo las administraciones se lavan las manos ante la responsabilidad de una nefasta gestión como si los ciudadanos fuéramos eternos menores de edad. Para Kant, como epítome de la Ilustración, aquella desgracia natural fundió en negro el sueño del Siglo de las Luces, dejando aún más sólo en su pelea con la realidad al hombre, que se sintió por primera vez huérfano ante la abyección. Este desastre natural y la reacción de los partidos mayoritarios españoles supone un clavo más en el ataúd de la democracia española, herida de muerte por una clase política encabalgada sobre el poder y cuyo único mérito se basa en la biografía tradicional del “pegacarteles” que una tarde de lluvia debe tomar una decisión vital para miles de valencianos. Como en 1755 abriremos los ojos cuando pase la tormenta, pero nuestra mañana será más negra aún que la que enturbió aquel pacífico paseo del filósofo prusiano.