El enemigo de mi enemigo…
Tuve un padre fuera de serie, lleno de bondades y desaciertos, un ser humano antes que nada. Él me enseñó la importancia de siempre encontrar el origen de lo que me rodeaba. “Todo tiene explicación, hay que saber buscar, hijo, no se quede con lo que ve a la primera mirada.”
Era una suerte de mantra que me repetía con frecuencia y, por lo general, acompañaba esa frase recordando dos eventos que había vivido en su juventud.
Uno era el del gato negro a medianoche. En La Guaira, de los años cuarenta del siglo pasado, el reloj de la Ermita del Carmen marcaba la hora, sus campanadas se oían en todo el pueblo. Es uno de los sonidos que atesoro de mi niñez. La cosa fue que una noche papá iba subiendo hacia la parte alta del poblado, a La Cabrería, y para andar más rápido tomó un atajo, una pica le decían, y al dejar la carretera e internarse en el sendero comenzaron a sonar las doce campanadas de medianoche. Él se santiguó, y al ver al frente de la vereda, obstruida por una roca enorme a la que era necesario rodear, vio en la parte alta del peñasco un gato negro. Terminó de persignarse y comenzó a dar la vuelta a la piedra, al llegar al lado superior para continuar el camino: ¡El gato había desaparecido! “Yo pensé, ¿será que Mandinga me va a echar una vaina? Pero con el corazón en la boca, me dije: No, este animal tiene que estar en alguna parte. Y como siempre cargaba en el bolsillo una linterna, la prendí y empecé a rebuscar. No encontraba nada, y cuanto más buscaba más me cagaba. Virgen del Carmen no me desampares. Y rezaba el Ave María y seguía escudriñando. Hasta que encontré que por un bajo del peñón había una rendija; en lo que metí la luz le vi los ojos y el animal pegó un salto y salió corriendo por entre el monte. Por eso es que uno nunca debe dejarse llevar de buenas a primera de lo que ve”.
El otro episodio era el del pozo El Centinela que quedaba en la parte más alta del río, alrededor de 40 minutos de camino. En aquellos tiempos que ni televisión había, a papá le gustaba subir en las noches de luna llena a bañarse. Una de esas veces, casi llegando, había otro estanque natural al que llamaban La Urna, por el corte perfecto de sus paredes alrededor semejaba un catafalco. Al llegar a ese punto: “Una nube tapó la luna y se trancó la noche. Yo saqué mi linterna y cuando la iba a prender, veo una brasa roja al otro lado del pozo. ¡Ave María Purísima! ¿Quién está ahí? Y alumbró para allá, pero la luz no llegaba. Apago la linterna y vuelvo a preguntar y nada. El susto casi me pone a temblar las canillas, pero, y no sé de dónde saqué fuerzas, agarré unas guarataras del suelo y volví a preguntar. Nada. Ahí empecé a tirar peñonazos hacia donde había visto la luz. Si es el Diablo que me termine de llevar. Cuando lancé la segunda pedrada escuché: Pero bueno Alfredo, ¿qué vaina es?, ya uno no se puede ni fumar un tabaco tranquilo… Ahhh, ¿eres tú? ¿Por qué no respondías? Mire hijo, si me hubiera quedado con la primera impresión me habría permanecido en la cabeza que me habían espantado. No, era un carajo de La Cabrería que también acostumbraba a subir de noche y le dio por hacerse el chistoso. De vaina le rajé la cabeza con una pedrada. Por eso es que hay que buscar la causa de todo, hijo, porque siempre hay una explicación, nunca deje de averiguar”.
Esos cuentos paternos me hicieron ser. Fue una de las razones por las que no pude ser fanático de ningún equipo deportivo. Me parecía una conducta desquiciada, las pocas veces que fui, cuando acudía a un estadio a ver un partido de beisbol ver las pasiones desbordadas de los partidarios de uno y otro, sentía que era una conducta sacrílega para con la belleza que veía sobre el terreno de juego. Notaba una absoluta discordancia entre la gracilidad de los movimientos y fortaleza de las acciones de los jugadores, y los gritos y gestos de la multitud en las gradas.
Lo mismo me pasó con los partidos políticos. Las reyertas entre militantes de una y otra tolda me parecía detestable; sobre todo al ver cómo la política se fue convirtiendo en un mero vehículo hacia el ejercicio del poder, donde la ciudadanía era un simple objeto de cambalache entre los grupos dirigentes. Fue así como hemos visto que el ejercicio político se rige por la emocionalidad y se descarta la racionalidad.
No hay manera de hacer razonar a estos hooligans del quehacer gubernativo. Me llama la atención la altisonante reacción de numerosos “intelectuales” criollos ante la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Muchos de ellos exiliados en la tierra de Lincoln, Washington y Kennedy. Poco les importa el compromiso que el mandatario electo asume para desalojar de Miraflores al marido de misia Cilia, de eso nada monada. Él es un misógino, un reaccionario de ultraderecha, que quiere expulsarnos a todos los inmigrantes; y por ahí sigue la retahíla de justificaciones para abjurar del magnate devenido en presidente de un país.
A ver, ¿será que nunca oyeron aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo? No entiendo si tanto detestan los valores propios de la libre empresa, y la determinación de un pueblo, qué hacen en suelo estadounidense. ¿Por qué no migraron a Cuba, o Checoslovaquia o Corea del Norte? Son tan pueriles en sus análisis de simpleza anonadante que dan pena ajena. Si tanto odian al catire agarren su avión de regreso y respeten la decisión de un país que optó por otra vía. ¿Hasta cuándo joden?
© Alfredo Cedeño
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