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El árbol paraíso

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Aunque podría no parecerlo, en Pedro Páramo —la novela publicada por Juan Rulfo en 1955— también nos aguardan momentos felices. Los más señalados son, en mi apreciación, los momentos en que el protagonista evoca la presencia luminosa de Susana San Juan: “El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría detrás del viento…” Otros más, en boca de Dolores Preciado cuando, desde el exilio que le impone Pedro Páramo, rememora su añorada Comala: “El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…” O el delirio erótico a través del cual, en su lecho de enferma en la Media Luna, la propia Susana revive sus amores con Florencio: “Él me cobijaba entre sus brazos, me daba amor.” Sin embargo, sobre todos ellos se cierne siempre una sombra, como si eso que llamamos felicidad fuera solo posible en la evocación y el recuerdo. Rulfo, a la manera de un hábil pintor veneciano, es un maestro en colocar esas débiles luminarias que, dispuestas en lugares precisos del entramado verbal, convierten a la oscuridad en algo más que una amenaza: es la muerte misma. La muerte y el castigo que aguarda más allá y que, en la intemporalidad de las tumbas, se vuelve un “más aquí”. Dorotea, enterrada junto a Juan Preciado, afirma que para ella no puede haber más Cielo que el que encuentra en la sepultura. El mismo Pedro Páramo, dentro de la altivez de su poderío, lo entiende así; al enterarse de la muerte de Miguel, único hijo al que le da su apellido, dice: “Estoy comenzando a pagar”. Destino inexorable, sin esperanza y, acaso, sin redención.Estos son solo algunos hilos del complejo entramado. Cuando parece avanzar, el texto se interrumpe y la narración vuelve sobre sí misma. El tiempo y el espacio se entreveran, como dos olas de una misma marejada que arrastra al lector hacia una orilla imprecisa. “Mis personajes no tienen rostro”, afirma un caviloso Juan Rulfo en una entrevista. Y, salvo la insistencia en el color de los ojos “aguamarina” de Susana San Juan, o en los “ojos humildes” de Dolores Preciado, la ausencia de descripciones de los personajes contrasta vivamente con las del paisaje, en las que Rulfo se extiende complacido y donde cada cosa parece tener un alma que las mueve: “Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían, Era esa época.” Ritmos, cadencias, que se suceden y establecen los diversos tonos que adquiere la narración. El fino oído de Rulfo sabe percibir y aprovechar la música de las palabras, obtiene un enorme provecho de los giros verbales y las expresiones coloquiales que escuchó en Jalisco, durante su infancia en las tierras del Llano Grande. “Me gustaba la conversación de la gente del campo”, dijo alguna vez.Pedro Páramo, la película de Rodrigo Prieto, usa con solvencia la plasticidad del lenguaje cinematográfico para darle seguimiento a la narración fragmentaria y a los saltos espacio-temporales de la novela. Es este, quizá, su principal acierto. Los espectadores podremos no quedar convencidos con la forma en que la viveza de los diálogos, tan cuidadosamente redactados por Rulfo, adquiere un tinte de inverosimilitud en la pantalla. En ocasiones, los actores y las actrices parecen estar interpretando sus personajes, como esforzándose por darle un rostro a las ánimas que no lo tienen. Habrá sin duda quien resalte la calidad de la fotografía —en la que el director es experto—, con los sutiles cambios de tono y la creación de atmósferas opresivas. Estas, que en la novela tienen el efecto de erizarnos la piel, pierden eficacia al trasladarse a la película.No dejo de preguntarme qué emociones vivirán los espectadores no familiarizados con la novela, particularmente los jóvenes. Probablemente no estén de acuerdo con mis reparos. ¿Los llevará, una vez vista la película, a leer el libro?Sin soslayar la audacia que requiere llevar al cine la compleja belleza de un texto que se sostiene principalmente por la contundencia de su energía verbal, me parece que la apuesta tendría que ser semejante a la subversión del orden natural que propone el texto de Rulfo. Tal vez considerar un tratamiento cinematográfico muy distinto, ya que, finalmente, no se está frente a una novela, sino ante un gran poema; un poema narrativo, coral, hecho de voces, ruidos, murmullos y de elocuentes silencios, donde las imágenes que concita están destinadas a tomar forma en la imaginación del lector y encontrar en ella la posibilidad de continuar su gloriosa, efímera existencia. Como ese árbol llamado paraíso del que Susana San Juan, al marcharse para siempre, se lleva con su aire las últimas hojas.AQ