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Fin de la mal llamada crisis constitucional

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La discusión del pasado martes en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), sobre la reforma constitucional al Poder Judicial, ha generado un amplio intercambio de ideas. Esta es la primera vez que la SCJN analiza un asunto que la afecta directamente, y la primera vez también en la que el debate público se interesa sobre la revisión de la Constitución (tema con una alta complejidad técnica en el que les adelanto, desde ahora, no hay una postura uniforme –en México, ni en el mundo–).

Lo he dicho mucho, puede o no gustar la reforma judicial, pero la misma se convirtió en parte de la Constitución, y como tal, su revisión o modificación resulta inalcanzable para los demás poderes.

Así, para alterarla se debe presentar y aprobar otra reforma constitucional. Esta garantía es en beneficio del pueblo de México al dar seguridad de que ninguna autoridad por sí misma puede modificar nuestros derechos ni la configuración del Estado.

El asunto resuelto el martes nunca debió admitirse: los partidos políticos solo pueden impugnar leyes electorales, ya sean federales o locales. Así lo había sostenido en su jurisprudencia la SCJN, al reconocer que “la acción de inconstitucionalidad es un medio de control … de normas inferiores a la propia Constitución, por lo que a través de este medio … no puede cuestionarse una reforma constitucional.”

Las y los ministros de la SCJN trataron de argumentar que este caso se distingue de los demás y que por ello valía la pena modificar sus propios criterios de interpretación. Supongamos que su análisis era sostenible. Sin embargo, el segundo obstáculo para estudiar la reforma judicial era invencible: la imparcialidad. Las y los ministros se habían pronunciado anticipadamente sobre la reforma judicial; ya fuera en entrevistas, marchas o eventos académicos, ellas y ellos habían emitido su criterio antes de analizar formalmente un expediente. Esto les obligaba a declararse impedidos por haber prejuzgado un asunto, lo cual confirmaron al haber circulado un proyecto de resolución sin esperar a que las partes del juicio tuvieran oportunidad de presentar sus alegatos de defensa.

Otra traba: las y los ministros intentaron también evadir la reciente reforma de supremacía constitucional. Lo hicieron desconociendo sus propios criterios, que señalan que las reformas constitucionales pueden aplicarse a hechos ocurridos antes de su entrada en vigor, sin que ello infrinja el principio de irretroactividad.

Como vicio adicional, el proyecto intentaba emitir una sentencia a la mitad. Sin pretexto de estar tendiendo un puente de negociación política, como si ello estuviera dentro de sus atribuciones, se seleccionó de manera arbitraria qué partes de la reforma se iban a estudiar y cuáles no, lo que socava la integridad y exhaustividad que deben tener las sentencias.

Por último, en un intento desesperado, las y los ministros trataron de aplicar la reforma judicial –que, paradójicamente, estaban tratando de invalidar– para argumentar que solo necesitaban 6 votos para declararla inconstitucional. Ello, porque la reforma judicial, al reducir el número de integrantes del pleno de la SCJN (que pasará de 11 a 9 a partir de septiembre de 2025) establece que se requieren 6 votos para invalidar una norma: es decir, 6 de 9, no 6 de 11.

Así, después de tanto desaseo, triunfaron la razón y el Estado de derecho. El pleno de la SCJN no pudo invalidar la reforma judicial y se reconoció su vigencia.

Con ello cerramos el capítulo de la mal llamada crisis constitucional, en la que solamente uno de los tres Poderes de la Unión se resiste a su nueva configuración, violando de paso las leyes, las reglas y sus propias interpretaciones.

Es fundamental encontrar puntos de encuentro que fortalezcan el papel de la SCJN como garante imparcial de la Constitución: una cosa es afirmar que la Constitución dice lo que la SCJN dice que dice, y otra muy diferente es poner a la SCJN por encima de la Constitución.